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José Antonio Martínez-Abarca

Terrorismo, un bien de Estado

Todo se puede arreglar, presumían: desde que un Gobierno subvencione a los que matan a sus gobernados hasta que el propio Gobierno se pase al otro lado de la mesa a enseñarles a estos tipos duros cómo se hacen las cosas contra España.

No recuerdo quién dijo aquello de que abandonó Alemania, entonces bajo las botas relucientes del NSDAP (y ya decía Woody Allen que es difícil satirizar a un tipo con botas relucientes), cuando en la sede superior de la Justicia ya no podía distinguir a los que la administraban de los criminales que eran conducidos ante ella. En España, en los bares del País Vasco, ya no podemos distinguir al Gobierno de la nación de los terroristas a los que aquellos teóricamente persiguen. O a los que más bien suplantan. Son tan difíciles de distinguir los enviados del Gobierno al lado de los terroristas que éstos, con menos conchas que estos quelonios del delito institucionalizado, apuntan maneras algo menos patibularias.

Leer las actas de ETA sobre sus encuentros con pacificadores gubernamentales convida a un buen exilio, antes de que sea tarde, como aquello que ocurría en la Alemania de entreguerras. En esas actas de ETA los más moderados parecen ser los propios terroristas, a los que los pacificadores del Gobierno pasan cumplidamente en entusiasmo por el crimen. Menos si acaso la maquinación para alterar el precio de las cosas, los emisarios del Gobierno en el proceso de paz con ETA tocan todos los palos del Código Penal, incluidos varios parágrafos de traición a la patria. Los Gobiernos del señor X quisieron matar a los malos acabando con la legalidad, pero los de ahora, sobre acabar con la misma legalidad, estaban dispuestos a darles el dinero de los impuestos a los terroristas para pagarnos nuestro propio entierro. Los malos, para los enviados del Gobierno de la "democracia bonita", éramos nosotros.

Muchos Gobiernos occidentales han hablado con terroristas, menos han negociado nada con ellos y ninguno ha sufrido una identificación con los asesinos como ha hecho éste, hasta el punto que resulte preferible caer en manos de un comando etarra que de algunos cargos del Ministerio del Interior español. Si hay suerte, en los zulos a veces dan de comer medianamente. En cambio, cuando un Gobierno socialista persigue un fin político para asegurarse el poder es mejor escapar si en algo tienes tu alma. Lo advierten las guías turísticas mexicanas: si los delincuentes no nos vienen con chapa identificativa, todo va bien, porque cualquier percance es preferible a un encuentro con la policía. En España ya cualquier cosa, por lóbrega que sea, es preferible a un encuentro en el callejón del "interés de Estado" con los hombres buenos de las alcantarillas de Interior.

Porque eso ha sido exactamente lo que ha venido ocurriendo en los contactos del Gobierno con ETA, según el diario de sesiones que la banda ha ido escribiendo con desconfiado celo de tendero de ultramarinos. Que, leyendo lo que aportaban "al proceso" unos y otros, se debería desde luego haber detenido en primer lugar a los teóricos garantes del Orden, los más peligrosos. Que en esa especie de "proceso hacia la paz por el crimen" los representantes de la Ley, a juzgar por la inmoderada alegría de saberse impunes y la llaneza confianzuda de sus palabras, parecen más terroristas aún. Todo se puede arreglar, presumían: desde que un Gobierno subvencione a los que matan a sus gobernados hasta que el propio Gobierno se pase al otro lado de la mesa a enseñarles a estos tipos duros cómo se hacen las cosas contra España.

Y Rubalcaba dice que "hice lo que tenía que hacer". Si se coincidiera con Rubalcaba en una convalecencia de lo de la próstata, a nadie le gustaría quedarse con él a oscuras.  

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