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El acuerdo en las palabras políticas

Los pequeños partidos regionales tienen un poder desproporcionado. Y están muy cerca de nuestra tradición caciquil y personalista.

Cada vez está más claro que las discusiones políticas se hacen interminables porque no hay forma de acordar un mismo sentido a las palabras que emplean los interlocutores. Puede que eso mismo se pueda extender a otros campos. Selecciono la política porque así lo muestran los correos de los libertarios. La polisemia es la grandeza del lenguaje, pero también es su miseria.            

Me refería yo aquí al lugar común de que todos tenemos que acatar las decisiones de los jueces y todos debemos defender el principio de la presunción de inocencia. Insisto en mi posición de que esas dos obligaciones lo son propiamente para las autoridades y los profesionales relacionados con los juicios. El resto de los contribuyentes no tenemos por qué acatar las sentencias de los jueces ni tampoco venimos obligados a mantener el principio de presunción de inocencia. En ambos casos se trata de opiniones libres que no se deben imponer a cualquiera. Pues bien, Carlos Gordo Blanco me dice que no está de acuerdo con mi opinión. No me extraña, pues lo que yo pienso está muy lejos de la opinión admitida. Sostiene don Carlos que el deber de acatar las sentencias de los tribunales es obligación general. No veo por qué, cuando se trata de un acto de conciencia. Según el diccionario, el acto de acatar algo es tratarlo con sumisión y respeto. No sé quién me puede obligar a esas actitudes hacia un tribunal que declara legal a un partido como Amaiur, pongo por ejemplo. ¿Es que no puede haber sentencias injustas? Lo de la presunción de inocencia está todavía más claro. ¿Por qué no puedo pensar que los directivos y consejeros de una caja de ahorros que ha dilapidado su capital son unos irresponsables? Eso, por decir lo menos.             

El entendimiento sobre el sentido de las palabras se hace discusión fructífera en el largo memorial de agravios que me envía Agustín Fuentes, la sensatez en persona. Su tesis es que en España no hay democracia, ya que la verdadera democracia es la que hubo en la Grecia clásica. No estoy de acuerdo. No hay verdadera democracia, pues esa forma de gobierno es una cuestión de grado y se adapta a las distintas épocas. A escala mundial pocos países podrían ser llamados hoy democracias, pero ya digo que es una cuestión de grado. Es evidente que España no estaría en el grado 10, pero sí en el grado siete, pongo por caso. Otra comparación es respecto al pasado español. Ahí sí podemos decir que el grado de democracia que hemos alcanzado es muy superior al de la Segunda República o al de la Restauración. La democracia ateniense sería hoy inaceptable, pues se basaba en una mayoría de la población que carecía de derechos. Bien estuvo para su época, más que nada porque se adelantó a la terminología moderna.            

En lo que sí le doy la razón al alegato de don Agustín es a su idea de que el bipartidismo no es un sistema tan bueno como yo decía. Rectifico, pues. Acepto el argumento de mi contrincante sobre el carácter imperfecto o espurio de nuestro bipartidismo. Los dos grandes partidos no son tales sino agrupaciones de intereses un tanto oligárquicos. La verdad es que algo así también se podría decir de Estados Unidos. Lo peculiar de España lo señala muy bien don Agustín: los pequeños partidos regionales tienen un poder desproporcionado. Añado que están más cerca de nuestra tradición caciquil y personalista.            

Más discutible es la aseveración de don Agustín sobre el sentido que tuvo la llamada Transición (la salida del franquismo). Para él fue una "irresponsabilidad estúpida" porque quisieron "borrar la Historia". Solo salva a Manuel Fraga y, en los tiempos recientes, a Esperanza Aguirre. Son dos personajes que siempre me cayeron bien (a pesar de que tuve alguna disensión con el Fraga de la época franquista), pero creo que el juicio es demasiado duro. Hay otras personas egregias en el elenco de la Transición. Creo que todas ellas de consuno resolvieron un enigma con cierta gracia: cómo pasar de una dictadura a una democracia sin intervención exterior. No creo que haya habido otro ejemplo tan elegante en los últimos tiempos. Otra cosa es que ahora critiquemos lo que nos parece injusto; por ejemplo, el dichoso Estado de las Autonomías o la forma en que ha derivado el Estado de Bienestar. Ahí también lo que se discute es el sentido de las palabras.

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