La falsificación del pasado con fines políticos no se ha inventado hoy. "El que controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado". Ése era el eslogan del Ingsoc, el Socialismo Inglés, omnipotente partido que gobernaba el mundo de pesadilla que imaginó George Orwell en su 1984. Para eliminar cualquier hecho que contradijese la ideología del Ingsoc, el omnipotente Ministerio de la Verdad empleaba la técnica de la vaporización, es decir, su eliminación de cualquier lugar, registro o medio que pudiese recordar su existencia a una población que de este modo quedaba condenada a opinar lo que el poder decidiese en cada momento.
A lo largo de la historia la izquierda ha practicado la vaporización con singular dedicación. Muy interesante fue, por ejemplo, lo sucedido en la Alemania recién derrotada de noviembre de 1918, pues con millones de soldados regresando desde el frente, millones de civiles pasando hambre y frío, millones de parados, carreteras colapsadas, manifestaciones, desmanes, revolución y caos general, los gobernantes socialdemócratas dedicaban su tiempo a establecer por decreto los contenidos políticamente correctos que debían impartir los profesores en las aulas. Obligaron a destruir la literatura que pudiese ser considerada belicista, dieron instrucciones sobre lo que se debía enseñar acerca de las causas y los culpables de la guerra y establecieron un sistema de selección de los profesores según su ideología política.
En la misma línea, la izquierda española lleva cuarenta años obsesionada con la eliminación de cualquier recuerdo del régimen político surgido de su fracaso en la Segunda República y su derrota en la Guerra Civil. La actual iniciativa de cambiar el callejero es sólo una más, lógica consecuencia de la bochornosa Ley de Memoria Histórica zapateril. Pero el objetivo perseguido tiene bastante más enjundia que el cambio de los nombres de las calles: la construcción de un nuevo relato histórico en el que la derecha quede eternamente condenada por su maldad y la izquierda se aparezca, virginal, como la eterna portadora del bien, la verdad y la belleza.
Para ello hay que condenar al olvido a cualquier persona manchada por el contacto con el mal absoluto: el régimen de Franco. Y así se encuentran hoy en el punto de mira insignes figuras de la política, la ciencia, las artes y las letras como, entre otros muchos, Calvo Sotelo, Juan de la Cierva, Foxá, Cunqueiro, Turina, Concha Espina, Jardiel Poncela, Marquina, d’Ors, Gerardo Diego, Maeztu, Muñoz Seca, Dalí, Pla, Gómez de la Serna, Manuel Machado y Miguel Mihura.
El disparate tiene varias facetas. La primera, el hecho de que dichas personas fueron recordadas en calles y monumentos no por su colaboración con el régimen del 18 de julio, sino por la importancia de su obra. La segunda, el pequeño matiz de que ni Calvo Sotelo ni Maeztu ni Muñoz Seca tuvieron siquiera la oportunidad de llegar a ser franquistas: los republicanos los asesinaron antes. La tercera, el agradecimiento debido a los purgantes por tan hermosa muestra del páramo cultural franquista provocado por el exilio de la intelectualidad española debido a su rechazo a un régimen apoyado solamente por militares, curas y marquesas y bla, bla, bla.
Por otro lado, no se comprende bien que estas personas, como el propio Franco, deban desaparecer de las calles por su vinculación a un régimen nacido de un golpe de Estado, pues tan golpistas como Franco lo fueron Prieto y Largo Caballero y sin embargo sus estatuas siguen adornando los Nuevos Ministerios madrileños. Valoraciones políticas aparte, ¿es manera de promover entre las nuevas generaciones el amor por el trabajo bien hecho castigar con el ostracismo al golpista competente y premiar con estatuas a los golpistas incompetentes?
Como aportación a la benemérita tarea de limpiar las calles de residuos radiactivos, señalamos desde aquí al consistorio madrileño que ha olvidado incluir en la purga a varios compositores que pusieron sus musas al servicio de Franco. Por ejemplo, Conrado del Campo, autor de una Ofrenda a los Caídos para coro y orquesta; y Ernesto Halffter, autor de una pieza orquestal, Amanecer en los jardines de España, construida con las notas del Cara al sol, el Oriamendi y el Himno de la Legión.
Aunque la verdad es que el ejemplo podría cundir en otras partes de España, en especial en tierras vascas y catalanas, en las que tanto se sabe de vaporizaciones. Pues varias localidades guipuzcoanas rinden homenaje en sus calles al azcoitano Nemesio Otaño, autor del himno titulado ¡Franco, Franco!, y al cegamarra Juan Tellería, falangista que pasó a la historia de la música por haber compuesto el Himno de la División Azul y el Cara al Sol. En cuanto a Cataluña, en alguna de sus calles se recuerda a Antoni Massana, autor de numerosas composiciones exaltadoras del bando nacional como las tituladas ¡Arriba España!, Dios y patria, Elegía azul, Cruzados del Señor, Marcha Fúnebre a los caídos y Cantata a Cristo Rey. (Por si algún lector malintencionado deseara ampliar información sobre estos jugosos detalles, este humilde juntaletras se atreve a señalar que pueden encontrarse muchos otros del mismo estilo en un libro que le consta que circula por ahí).
Finalmente, si tanto interés hay en eliminar todo vestigio del régimen anterior, convendría no olvidar que el más importante de todos es la actual monarquía constitucional, última y más sólida consecuencia de la derrota republicana de 1939. Así lo recordó S. M. el Rey Juan Carlos I en el denominado Discurso de la Corona pronunciado al ser entronizado. Y así lo sancionó en el Real Decreto de 5-XII-1975 por el que otorgó póstumamente a Franco los títulos de Generalísimo, Capitán General de los Ejércitos y Caudillo de España a perpetuidad.
De modo que quienes, de espaldas a los problemas reales de los ciudadanos, deseen actuar con coherencia en estos anacrónicos menesteres, mejor que andar cambiando nombres de calles lo que deberían hacer es exigir el exilio del rey y la proclamación de la república. Así no perderían su tiempo y no nos lo harían perder a los demás con estas bobadas.