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Luis Herrero

Al borde del precipicio

Rivera ya es el jefe de la oposición al separatismo en Cataluña y desde ahora se convierte en la alternativa creíble a la abulia de Rajoy

Si de lo que se trataba era de averiguar si los independentistas iban a conseguir su doble objetivo –mayoría absoluta de escaños y de votos–, la respuesta es no. Se han quedado donde la inmensa mayoría de los predictores nos dijeron que se quedarían: un poco más allá de la mayoría absoluta de escaños (4 más) y un poco más acá de la mayoría absoluta de votos (2,3% menos). Así que los predictores se quedan muy contentos por haber acertado y los separatistas se quedan aparentemente contentos por haber logrado, al menos, la mitad de lo que querían. Sin embargo, ningún observador objetivo podrá suscribir la tesis de que los ciudadanos de Cataluña han optado mayoritariamente por independizarse de España.

El 51% de los votantes han apostado por opciones políticas más o menos unionistas. De entre ellas, Ciudadanos es la vencedora indiscutible de la noche. Pulveriza los pronósticos. Segunda fuerza en el Parlament. Primera fuerza nacional. Ha subido de 9 a 25 escaños (+16). Ha pasado del 7,5% al 18% (+10,5%). Ha sacado más del doble de votos y escaños que el PP, a quien le roba un tercio de sus antiguos votantes. Se coloca a 9 escaños de distancia y más de 200.000 votos de su inmediato perseguidor, el PSC, y capta a 8 de cada 10 de los 350.000 nuevos votantes que abandonaron la abstención para apoyar opciones políticas contrarias a la independencia. Es el catalizador casi monopolístico del voto útil.

Los socialistas salvan los muebles y sólo pierden 23.000 votos respecto a las elecciones de 2012, si bien es verdad que apenas se benefician en nada del fortísimo incremento de la participación. Ayer votaron en Cataluña, en números redondos, medio millón de ciudadanos más que en las últimas elecciones catalanas. De ellos, 150.000 han optado por listas separatistas. El resto, por lo contrario. Pero ninguno de ellos ha querido bailar con Iceta.

Podemos ha demostrado que despeñarse sí se puede. El tal Lluís Rabell cogió las expectativas electorales de su coalición en el 13,9% al comienzo de la campaña y ha cosechado un resultado final que está cinco puntos por debajo (8,9%). El suyo es, de todos, el resultado más extrapolable al ámbito de las elecciones generales. Demuestra que en la izquierda ya es indisimulable el trasvase de votos de Podemos al PSOE. Muchos hijos pródigos vuelven a casa después de haber dilapidado su ilusión en coqueteos con un Pablo Iglesias que les prometió vida más allá de este sistema democrático corrupto y herrumbroso y luego se convirtió en otra fiera más del mismo circo.

El trasvase confirma Pedro Sánchez como candidato firme a ganar la batalla electoral de diciembre. Su pelea con Iglesias será digna de verse. Pero, hasta entonces, por lo que respecta al desafío catalán, uno y otro van a mantener, por desgracia, posiciones parecidas. El PSC quiere que Cataluña sea una nación (es decir, sujeto de su propia soberanía) y Podemos quiere que se le reconozca el derecho a decidir. Son reivindicaciones idénticas que persiguen el mismo objetivo: una reforma constitucional que haga posible el referéndum a la escocesa que reclaman los separatistas.

Eso es lo peor de lo que nos espera: que frente a la reivindicación de la independencia express se configura ahora un segundo frente partidario de la independencia a plazos. Primero ofrecerán el reconocimiento de Cataluña como nación, luego admitirán la convocatoria de un referéndum limitado al ámbito de la nueva realidad nacional y por último avalarán los resultados de esa consulta, en la que muchos de ellos votarán sí después de haber predicado el no.

Lo único que puede evitarlo es que Pedro Sánchez ponga proa desde hoy mismo al pacto con Ciudadanos para llegar a la Moncloa. Anoche ya entró en campaña con una puesta en escena televisiva que parecía ir en esa dirección: delante de una bandera española –flanqueada por la senyera y la bandera europea– habló de unidad y de lealtad constitucional con porte de presidente del Gobierno. Si se cumple la lógica, la sangría de Podemos llevará muchos votos a las unas del PSOE y el subidón de Ciudadanos se los quitará a las del PP. Las cuentas salen.

Por eso la sede del PP es, a estas horas, lo más parecido a un camposanto. No sólo han perdido 8 escaños y 4,5 puntos. Se han convertido en penúltima fuerza en número de votos. El efecto Albiol se ha quedado en simple espejismo. Los catalanes le han dicho, alto y claro, que no se sienten protegidos por esa extraña doblez que les hace desplegar banderas españolas en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona los días de campaña y mirar hacia otra parte cuando los separatistas se ciscan en la ley, incumplen las sentencias judiciales o inundan de esteladas la Meridiana.

He oído y leído comentarios, estos días, que afirman que los chamanes de Génova –apóstoles del voto del miedo– querían que pasara algo así para encarar las elecciones generales presentando a Rajoy como la última esperanza blanca capaz de evitar el cataclismo. Siempre me ha parecido un argumento retorcido y autocomplaciente. Si los ciudadanos catalanes, que viven en el epicentro del peligro, no confían en él como guardián del orden constitucional, ¿por qué tendrían que hacerlo el resto de los españoles? Ciudadanos sale de esta contienda en cohete. Albert Rivera ya es el jefe de la oposición al separatismo en Cataluña y desde ahora se convierte en la alternativa creíble a la abulia de Rajoy.

Mientras tanto, en las fuerzas separatistas pintan bastos. Lo más probable es que a Artur Mas se lo estén llevando los demonios, de pensamientos para adentro, por tener que poner en marcha un proceso de desconexión con España sin la legitimidad electoral suficiente y con la necesaria colaboración –sin ellos no tiene la mayoría en el Parlament– de una CUP que le acusa de haber sido un lastre para la causa y que quiere ver su cabeza clavada en una pica sacrificial en la plaza de Cataluña.

Oriol Junqueras también debe de estar tirándose de los pelos, en la soledad de su dormitorio, por haberse dejado embaucar por un President que olía a chamusquina antes de las elecciones y a cadaverina después de ellas. ERC, en una lista solitaria, hubiera sacado mejor tajada. Ahora sería el líder de la secesión. No tendría que apuñalar a Mas, un magnicidio político inevitable, ni conspirar en secreto con David Fernández su investidura como jefe de la manada.

Que la resolución del conflicto se produzca por la vía rápida que patrocinan Junts pel Sí o por la vía de espoleta retardada que promueven Podemos y PSC dependerá de la capacidad del Gobierno para hacer que se respete la Constitución –de aquí a fin de año– o de la fortaleza de Ciudadanos –si hay alternancia en diciembre– para impedir reformas irreversibles. Los resultados de las elecciones catalanas, desde este punto de vista, nos colocan al borde del precipicio. Podía haber sido peor.

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