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Cristina Losada

¿Pero qué debates?

¿Qué se fizo de los debates parlamentarios? ¿O va a resultar que los únicos foros de debate que tenemos son los platós?

¿Qué se fizo de los debates parlamentarios? ¿O va a resultar que los únicos foros de debate que tenemos son los platós?
Efe

Circula estos días la especie de que los políticos tienen que confrontar sus propuestas en debates. Por debates entiéndanse los careos de candidatos que están organizando grupos de prensa y cadenas de televisión. Los organizadores, como es natural, quieren darles la máxima relevancia y conseguir la mejor audiencia, de modo que les molesta que algún invitado se raje. De tal asunto, que es legítimo negocio, viene el mentado principio general: los políticos tienen que confrontar sus ideas en debates. Les va en el sueldo, vienen a decir. Es su democrática obligación porque es la manera en que los ciudadanos espectadores se enteran de qué van realmente sus propuestas.

Bueno, ¿no había un parlamento? ¿No se están confrontando propuestas en el parlamento todos los días de Dios? ¿Qué se fizo de los debates parlamentarios? ¿O va a resultar que los únicos foros de debate que tenemos son los platós? Es verdad que en estas elecciones hay partidos con notable intención de voto que no han estado en el Congreso. Pero lo que discuto es la elevación del plató a única y sagrada instancia de debate en una democracia. El dogmita. Seguramente lo discuto porque prefiero mil veces un debate parlamentario, incluso cuando también prima el espectáculo, a los que se celebran bajo los tórridos focos de la tele.

Hay que echarle mucha voluntad para llamarlos debates. Si los veo, y los veo poco, en ningún caso tengo la expectativa de encontrar argumentos a favor y en contra de tal o cual propuesta política. ¿Argumentos? Qué cosa más anticuada, propia de ancianos habitantes de la remota galaxia de Gutenberg. El otro día vi, por ejemplo, los minutos de oro del debate en El País. Cómo serían los de plata y bronce. Del guirigay sólo saqué en claro una idea sensacional de Pedro Sánchez que decía así: Albert Rivera es de derechas. Aunque, cuidado, que extraje otra, esta de Iglesias Turrión: Sánchez emplea argumentos de la caverna. También el del PSOE, si se descuida, es de derechas. Bien. Con este bagaje de imprescindible información ya puede el ciudadano ir a votar sabiendo qué vota.

Me resulta difícil decidir qué es peor. El debate del bipartidismo, con el del PP y el del PSOE encorsetados, sacando gráficos cada tanto para animar la velada, era malo. Pero los debates del cuatripartidismo no lo mejoran. Son lances en los que se trata de ver quién pronuncia el eslogan más potente, quién lanza la réplica más ingeniosa, quién propina el zasca más zasca. Y, ante todo, como en el estilo de entrevista política de moda, el morbo está en ver a quién se pilla en un renuncio. El espectador quedará ayuno de explicaciones sobre las ventajas y desventajas de las distintas propuestas, si es que logra captar alguna. Propuestas, ¿para qué?, diría Lenin. En esta fórmula de debates, la fuerza motriz es la seducción.

Hay quien achaca esos defectos al medio, a la caja tonta. Hombre, el periodismo tendrá algo que ver. No por azar, antes de que hubiera un populismo políticamente vertebrado en España, hubo un populismo líquido en los platós. Pero ¿quién dijo que queríamos estar informados? ¡Viva el entretenimiento! Lo pernicioso es que el entretenimiento pase por información. Aunque a mí personalmente me entretiene mucho más el circo. El otro, es decir.

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