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Daniel Rodríguez Herrera

Camp Johan Cruyff

Ha llegado ya el momento de que un estadio construido en los años 50 deje de llamarse "campo nuevo".

Por edad, no tengo recuerdos del Cruyff jugador, ni de la naranja mecánica, ni de la revolución del fútbol total. Pero sí del impacto que supuso su etapa como entrenador del Barcelona. Como aficionado culé madrileño sufrí la época en la que se forman estas pasiones futboleras disfrutando de una sola liga y contemplando la derrota en la final de la Copa de Europa frente a esa potencia mundial llamada Steaua de Bucarest. Un equipo especialista en fichar a grandes figuras mundiales, como Maradona, Kubala o el propio Cruyff, y no hacer nada con ellas.

Entonces llegó el holandés, cuando se acababa la época de la Quinta del Buitre, la última en que un equipo del Real Madrid marcó una época, aunque el club haya tenido victorias en Europa más importantes después. Y el equipo blanco triunfó con una plantilla salpicada con algunas figuras como Hugo Sánchez, sí, pero basada en un grupo de jugadores de la casa. Aquellos días acabaron con el llamado dream team, que ganó cuatro ligas y una Copa de Europa, la primera del Barcelona. Pero incluso más importante aún que sus títulos fue que su filosofía como entrenador caló y las expectativas de lo que puede hacer el Barcelona pasaran de conformarse con ganar al Madrid en sus enfrentamientos directos a exigir que ganara todos los años.

El Barcelona ha tenido altibajos desde entonces, claro, como todos los equipos, pero ha ganado catorce ligas, la mitad de las se han jugado desde que llegara al banquillo azulgrana, frente a las diez que atesoraba en los 89 años de la era anterior a Cruyff. Y las cinco Champions, los dos tripletes y una generación de jugadores que se recordará siempre como uno de los grandes equipos de la historia. Y lo ha hecho con un fútbol ofensivo, de toque, que se enseña a los niños en La Masía y que hoy hace de sus partidos un espectáculo sin igual para quienes disfrutan de contemplar el juego, al margen de la hinchada a la que pertenezcan.

Casi cada generación tiene un gran jugador irrepetible, el que marca su época. Pero de entre ellos, sólo Cruyff hizo historia en el banquillo tanto o más que con el balón en los pies. El Barcelona de Messi, de Busquets, de Guardiola, de Luis Enrique no existiría de no ser por el holandés. Transformó un club podrido de dinero pero sin nada más en uno de los equipos más grandes del mundo. Un equipo dominado durante décadas por el Real Madrid, que ahora es el equipo a batir en España y en Europa.

Hace ya algún tiempo el director de esta santa casa, Raúl Vilas, comentando el cambio brutal que vivió el club azulgrana desde la llegada a los banquillos de Cruyff, me comentó que el Barcelona debía ponerle a su estadio el nombre del holandés. Al menos hasta que un patrocinio obligue a cambiarlo o pase a llamarse, casi inevitablemente, Leo Messi. Quizá lo impidió en vida el politiqueo interno del club y la costumbre de Cruyff de no callarse lo que pensaba. ¿Pero qué lo impide ahora? Ha llegado ya el momento de que un estadio construido en los años 50 deje de llamarse "campo nuevo".

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