Jugar consiste en competir con el riesgo de perder y la esperanza de ganar. Se suele hacer por placer, por diversión, como en el caso de la práctica de los deportes. De manera vicaria, el esquema se reproduce en la contemplación de los espectáculos deportivos, no digamos si intervienen apuestas. Aunque no se reconozca, la verdadera ilusión no es tanto que ganen los nuestros, sino que pierdan los contrarios.
En la vida productiva, el empresario es un gran jugador, y no digamos el rentista que juega en la bolsa. También aquí el auténtico placer es que pierdan los demás, aunque no suele reconocerse así. En la bolsa se nota mejor el juego, pues, por definición, si unos ganan, otros pierden. Las noticias sobre las oscilaciones bursátiles se nos dan desde el punto de los que venden, no de los que compran. Se dice que “la bolsa baja” cuando los compradores la encuentran barata.
Los casos de delincuencia económica son los más extremosos para adivinar que lo placentero está en que se lucre el ladrón a costa de la víctima. En los supuestos de corrupción política el placer es sumo, pues el que pierde es el Fisco, esto es, todos los contribuyentes. Se comprende el inmenso atractivo que se despliega ante el político corrupto. Cierto es que el riesgo es ir a la cárcel, pero pocos entran en ella y casi ninguno devuelve lo sustraído. Un riesgo tan pequeño estimula nuevos intentos de pelotazos. Obsérvese el término deportivo para los latrocinios de ingeniería contable.
No hay que llegar al extremo de la delincuencia económica. La vida pública en su conjunto puede entenderse como un continuo juego. De nuevo, el placer verdadero es que los oponentes pierdan. Ahí reside la explicación de por qué los políticos actuales se toman un año de esfuerzos baldíos para formar Gobierno. No consideran una apropiación indebida la pérdida de dinero público que supone ese derroche de tiempo y medios. Ningún político ha abandonado el terreno de juego ante una competición con tal cúmulo de fracasos. El propósito ha sido aguantar todo lo posible hasta que los contrincantes se cansen y abandonen la incruenta lucha. Pero ninguno se marcha a su casa. Es patente que cada uno espera la derrota de los otros.
Sin llegar a las exquisiteces de la política, en la vida corriente todos andamos más o menos enganchados al placer del juego. No hace falta comprar lotería o acudir al casino o al bingo, actividades, por otra parte, tan generales. El espíritu competitivo domina el panorama profesional y hasta las relaciones estrictamente privadas. Pensemos en los conflictos del reparto de las herencias. Está muy claro que lo fundamental es que el otro no se lleve lo que uno quiere. En la jungla de la vida, la querencia general es adelantar al prójimo, hacer que pierda respecto al beneficio de uno. Quizá no se reconozca, pues cada uno desea dar la mejor impresión de sí mismo.
El consumo de bienes de ostentación (que son casi todos) se atiene a ese principio de dar envidia a los demás. Es uno de los deleites más generales. Cuando a uno ya no le quedan fuerzas para sobresalir, elige la carrera o la situación de los hijos exitosos para presumir. El fracaso del prójimo produce un secreto placer en quien se ve ganando la partida. No otra cosa es el íntimo regusto que produce tener el coche más esplendoroso o tomarse las vacaciones más exóticas. La cosa consiste en destacarse de lo cotidiano o común para que se vea que uno es un triunfador. Es decir, para que se muestre que los perdedores son los otros.

