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Antonio Robles

Ha nacido un presidente

Rivera creció como líder y dejó en el ambiente hechuras de futuro presidente del centroderecha ausente hoy en España.

No sé si C’s logrará afianzarse como partido, pero no me cabe duda de que Albert Rivera se acaba de consagrar en el Congreso de los Diputados como líder del centro liberal hoy inexistente en España. No por sus propuestas programáticas, no por su retórica, no por su credibilidad, o la ausencia de ella, no por su juventud o su capacidad de empatía con una generación de ciudadanos hartos de la vieja política. Al fin y al cabo, ya corría ayer por los pasillos del Congreso la similitud de C’s con la yenka: izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, ¡un!, ¡dos!, ¡tres! A pesar de ello, mostró la mejor cara del entendimiento político ausente desde la Transición. En su intervención de ayer fue el único líder que no estaba secuestrado por la Guerra Civil y el cainismo que conlleva su sombra.

Su actitud tolerante y cooperante para poner de acuerdo lo diferente, la ambición mostrada por crear un espacio de centro (por convicción o por interés electoral), mostró la sinrazón del guerracivilismo de sus adversarios y desveló su inutilidad. He ahí su mérito. Que no es poco. Pareciera que los versos de Antonio Machado, por fin, han empezado a envejecer, aunque la actitud mostrada por el resto más bien los rejuvenecen.

Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios,
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

Y digo que ahí está su mérito, en contraste con el sectarismo cutre, antiguo, guerracivilista mostrado, sobre todo, por Pablo Iglesias. Amén de mareas y naciones taifas, ¿hasta cuándo hemos de esperar a una izquierda secuestrada hoy por el nacionalismo? ¿Qué habrá de pasar para que la izquierda deje de odiar a España?

La intervención de ese eterno adolescente fue un manual de sectarismo y soberbia. Se apropió de la gente, se atribuyó el monopolio de los más necesitados y de la democracia, y convirtió al PP de Rajoy en una dinastía de fascistas atrapados en un bucle de maldad. Su populismo baboso y estomagante se hacía por momentos insoportable, un insulto para cualquier persona sin adhesiones inquebrantables a la casquería ideológica de Podemos.

De esa pocilga surgió el mejor Rajoy, ocurrente, divertido, irónico, muy gallego: "¿Es que todos los que no le gustan a usted son malos y todos sus correligionarios son buenos?". "¿Somos malos por razones genéticas o lo hemos ido adquiriendo a lo largo de la vida?". ¿"Es usted el único demócrata que hay en España?". "A usted le votan estudiantes, abuelos, catedráticos, autónomos, comerciantes y suman 5 millones… Oiga, ¿y a los demás quiénes nos votan?". Para remachar: "Usted no tiene el patrimonio de la gente".

El gallego dejaba al iluminado a oscuras. Lamentable el profe interino. A estas alturas no había leído el mito de la caverna de Platón. O lo que es peor: si lo había hecho, no lo había entendido. 2.500 años y sigue sin intuir que su realidad no es la realidad, sino una perspectiva. Al menos podía haber leído a Ortega, dudar, respetar la mirada de los demás. De esa ausencia nace la confusión entre contenido y forma, entre ideología y democracia. Una ojeada a Kant no le vendría mal.

Mientras Pablo Iglesias mostraba su indigencia intelectual y su soberbia ética, Albert Rivera dejó sentado su espacio político. No su ideología, que no la tiene, sino su cadencia política, el deje necesario para ejercer de argamasa entre líderes empecinados en vivir de espaldas. Algo tan escaso en este Congreso como necesario. Creció como líder y dejó en el ambiente hechuras de futuro presidente del centroderecha ausente hoy en España. Con costes, con amargos costes.

P.D. Para acceder a esa ambición ha dejado en el camino principios y promesas fundamentales por los que nació C's. A ellos dedicaré el próximo artículo.

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