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Xavier Reyes Matheus

Pablo autónomo y los pablistas de la Autónoma

Pablo Iglesias se ha hartado de tanto Olof Palme y ha decidido que lo que hay que hacer es derrocar al gobierno: incluso aunque no lo haya.

Pablo Iglesias se ha hartado de tanto Olof Palme y ha decidido que lo que hay que hacer es derrocar al gobierno: incluso aunque no lo haya.
Pablo Iglesias | Dani Gago

Pablo Iglesias se ha hartado de tanto Olof Palme y tanto Enrico Berlinguer, y ha decidido que lo que hay que hacer es derrocar al gobierno: incluso aunque no lo haya. Para ello ha ceñido el gorro frigio, se ha sacado un pecho y ha arengado a la gente junto a las estatuas de Daoíz y Velarde, en los mismos lugares donde por vez primera el pueblo de Madrid se indignó gloriosamente (... porque los ateos y regicidas franceses echaban del palacio a las reales personas para llevárselas secuestradas). Yo no sé si a sus allegados les habrá sorprendido mucho semejante desbocamiento, que ha acabado mandando a la porra los calculadores consejos de Errejón sobre la importancia táctica del moscamuertismo: por el contrario, yo encuentro perfectamente natural ese voto de confianza al comunismo abierto y declarado si quien resuelve dárselo es alguien que, como Iglesias, se halla convencido de que para entender el fracaso de tal sistema no hay que buscar en las disyuntivas sobre el socialismo en un solo país o sobre la revolución permanente, ni en la falta de conciencia de clase, ni en el revisionismo de Bernstein ni en el bloque hegemónico de Gramsci, sino que todo se reduce a una razón evidente: que él, Pablo Iglesias Turrión, no había llegado todavía. Pero ahora que su aparición ha hecho de esta España una tierra que bendecirán todas las generaciones, el leninismo puede por fin tener una esperanza cierta, y resultarle a la gente por lo menos tan irresistible como se ve a sí mismo el joven prodigio destinado a venir, ver y vencer.

Confiado en esta estrella roja que el día de su nacimiento voló desde la boina del Che para alumbrar su cuna, el líder de Podemos se avino a seguir la lógica entrista y se arriesgó a ser, como en los versos de sor Juana, ocasión de lo mismo que culpaba. Al primer día de hollar la moqueta forense, no obstante, tales contradicciones perdieron todo el sentido, y lo vimos salir de la sesión inaugural de la legislatura abrazando emocionado a Errejón, incapaz de contener las lágrimas. Exactamente como eso que cuentan de Napoleón, el paladín revolucionario que, durante la pomposa ceremonia de su coronación en Notre-Dame, no consiguió reprimir las ganas de susurrarle al oído a su hermano José: "¡Si nuestro padre pudiese vernos!". No estaba mal, se diría Iglesias, para un chico de Vallecas esmirriado y antipático al que hasta hacía poco nadie conocía, entrar en el hemiciclo con un paso que en su momento no lo habrá tenido más firme el caballo del general Pavía (el cual resulta, además, que nunca entró). Pero, con los sucesos posteriores y a fuerza de batacazos electorales, Iglesias ha descubierto que, sin ir más lejos, el señor Llamazares se tiró en el edificio de la Carrera de San Jerónimo tres lustros, por los que también ha podido echarse a llorar, aunque no precisamente de orgullo; y que, por mucho que halague saberse uno tocayo del Palazzo Vecchio de Florencia, lejos de abocar ello fatalmente a Pablo Iglesias al destino manifiesto por el que ha de llegar a convertirse en el amo de España, bien puede llevarlo en cambio a liderar una fuerza destinada a hacerse crónica en la vida de la cámara, y a no destacar en ella por otra seña que por asistir sus miembros a las sesiones en camiseta.

Vuélvese, pues, a deshojar la margarita de si los hijos del 15-M deben ser activistas o cargos políticos: algo que a los demás debería traernos sin cuidado, si no fuera porque lo que a ellos les preocupa no es tanto la disyuntiva de operar al margen de las instituciones, sino el deseo cierto de operar al margen de la ley. Iglesias ha expresado inmejorablemente la visión que tiene de las cosas al decir que su intención es tener "una pata en las instituciones" pero "la cabeza y una pierna" fuera: nótese que a las instituciones no les reserva la forma humana de la extremidad, sino la que da coces. Las "instituciones de la sociedad civil" con las que piensa construir un poder paralelo y extralegal (¿una comuna revolucionaria, será?) tienen por objeto torcer el brazo a las instituciones legítimamente constituidas, a las que sólo está dispuesto a reconocer el día que él las controle. Mírese el ejemplo de Nicolás Maduro: el chavismo era por definición la insurgencia que no necesitaba de las instituciones burguesas y constitucionales porque estaba armado con la fuerza de la calle, representada en los distintos colectivos, círculos bolivarianos y demás bandas dispuestas a hacer valer la soberanía de las pistolas. Frente a la victoria que le dieron los votos a la oposición el diciembre pasado en el Congreso, los chavistas no dudan en descalificar cualquier autoridad que pretenda ejercer el poder legislativo, y es evidente que, si Maduro quisiera, no le costaría nada mandar una poblada para acabar con la Asamblea, tras lo cual saldría por la televisión felicitando a los bravíos hijos de Bolívar por haberse decidido a levantarse espontáneamente contra la tiranía de los diputados. Pero ¿para qué dar este espectáculo, teniendo a su servicio al Tribunal Supremo? Disponiendo de los jueces para hacer el trabajo sucio, Maduro se siente capaz de darle lecciones a Montesquieu sobre el papel que ha de desempeñar cada rama del Estado, teniendo presente, eso sí, que salus revolutionis suprema lex esto.

En cualquier caso, la exigua capacidad de convocatoria mostrada por Iglesias el día de su presentación en la Plaza del Dos de Mayo puso al joven profeta sobre la pista de otro insospechado problema: que el estúpido pueblo que a él le ha faltado en las urnas bien podría ser el mismo con el que cuenta para desbordar las calles de este sufrido país. Y eso que él ha dirigido su llamamiento a los plebeyos, convencido de que en alguna parte debe de haber gente además de los dieciséis y pico millones de duques y marqueses que en las últimas elecciones votaron a los otros tres principales partidos. Por suerte, el happening de la Universidad Autónoma le ha dado a entender que siempre podrá erigirse en la voz de aquellos chicos que, por exceso de solicitudes, no han llegado a ser visibilizados por el departamento de casting de Hermano Mayor (este reality, ya se sabe, protagonizado por entrañables jóvenes que sacan una navaja o la emprenden a patadas con los muebles de su habitación cuando sus padres les sugieren que suelten la play, que se duchen y que procuren hacer algo productivo).

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