Como doy por hecho que no habrá grandes sorpresas en la votación presupuestaria del jueves, más allá de las que puedan deparar las cistitis de última hora, tiendo a pensar que las únicas emociones fuertes que pueden perturbar la tranquilidad del Gobierno esta semana serán las que surjan en la reunión del Consejo Fiscal del 3 y 4 de mayo, planteada por algunos como una verdadera moción de censura al jefe de la fiscalía Anticorrupción. Sus últimas decisiones motivarán que algunos miembros de ese sanedrín de puñetas en la bocamanga soliciten su cabeza al Fiscal General del Estado que acaba de nombrarlo.
La más reciente de esas decisiones ha sido la petición de que se investigue a tres de los fiscales a su cargo por presuntas coacciones a un imputado en la causa que investiga las cuentas de los Pujol en Andorra para que declarara falsedades en contra del ex presidente de la Generalitat. Moix quiere que se aclare si su comportamiento fue delictivo y le ha pedido a la Fiscalía Superior de Cataluña que lo aclare.
La petición supone dos cosas inusuales: dar crédito sin más a la denuncia de un imputado y tramitarla sin haber oído previamente la versión de la otra parte, según la cual fue el propio denunciante quien les pidió dinero a cambio de una declaración inculpatoria. Los fiscales bajo sospecha han conseguido que todos sus compañeros de la fiscalía Anticorrupción firmen el documento en el que solicitan amparo ante el Consejo Fiscal que se celebrará el miércoles y el jueves. Es la primera vez que sucede algo así.
Esta es la segunda batalla consecutiva que libra el fiscal jefe Anticorrupción contra los fiscales de su departamento. La primera tuvo lugar tras la negativa de los fiscales de la operación Lezo a acatar la orden jerárquica de limitar los registros en el Canal de Isabel II a documentos posteriores a 2001. Cuando los discrepantes invocaron el artículo 27 del estatuto de la carrera fiscal, todos los medios dimos a entender, porque así lo habían vendido las fuentes interesadas, que la orden de Moix pretendía proteger a Ignacio González.
Pero no era verdad. Moix jamás trató de dificultar los registros que pudieran aportar pruebas incriminatorias contra el ex presidente de la Comunidad de Madrid. Lo explicó muy bien en la entrevista que le hice en esRadio el miércoles pasado. "Ningún fiscal ha salido a apoyar la tesis de que yo obstaculicé los registros. No pueden hacerlo porque no es verdad", me dijo. Le repliqué inmediatamente que tampoco había salido ningún fiscal a ratificar su versión y él respondió: "Eso se lo tiene usted que decir a los fiscales. No soy yo quien tiene que decirles: salid a defenderme".
Esa es, para mí, la gran cuestión. Lo de menos es que Moix haga su trabajo pensando en lo mejor para el buen funcionamiento de la justicia. Lo de más es la batalla que se ha establecido entre él y sus subordinados. Dicho a lo bruto y sin demasiados matices: Moix fue a Anticorrupción con el encargo de poner orden en la fiscalía y los fiscales que trabajan en ella se resisten a colaborar. El problema, claro, radica en saber qué se entiende por "poner orden". Para unos significa que imperen criterios estrictamente profesionales. Para otros, que esos criterios favorezcan los intereses del Gobierno. Y en medio de esa discrepancia no hay término medio posible.
No lo hay, entre otras cosas, porque Catalá se equivocó gravemente a la hora de plantearla. Quiso entrometerse en los nombramientos de la carrera fiscal y mandó a hacer puñetas a Consuelo Madrigal cuando ella se negó a ponérselo fácil. Desde ese momento los nuevos nombramientos, el de Moix entre ellos, quedaron señalados. Los fiscales progresistas los saludaron como "un claro retroceso en la autonomía respecto al Poder Ejecutivo" y dijeron que sólo podían explicarse "desde un interés eminentemente político e ideológico". El discurso era ventajista, pero eficaz. ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que el Gobierno actúe con un propósito distinto al de favorecer sus propios intereses?
Tampoco el PSOE contribuye en absoluto a que la batalla interna de la carrera fiscal se salde en beneficio de su independencia. Todo lo contrario. Cuando eran ellos quienes mandaban en el BOE actuaban como ahora lo hace el PP. Y no pocas veces, peor todavía. Por eso saben dónde golpear para hacer más daño. De momento ya han conseguido que el ministro de Justicia y el Fiscal General del Estado comparezcan en el Congreso el mismo día, el día 10, como si fueran dos aurigas del mismo carruaje: el que manda y el que obedece. La escaramuza no revestiría mayor importancia si no fuera porque, esta vez, ni Catalá ni Maza son los verdaderos trofeos de la cacería.
Lo que de verdad pretenden los socialistas, tanto en el vocerío del Consejo Fiscal del día 3 como en la ofensiva parlamentaria de la semana siguiente, es impedir el desmantelamiento del tinglado que han venido tejiendo en la fiscalía Anticorrupción, desde que aterrizó en ella Jiménez Villarejo, primero con la cobertura de Juan Alberto Belloch, en la época de Felipe González, y luego con la de Cándido Conde Pumpido, en la época de Zapatero. Esa sería para ellos, en materia judicial, la madre de todas las derrotas.