A diferencia de casi todos los vascos conocidos y por conocer, Germán Yanke solía recordar que su familia procedía, por línea paterna, de la región de Bohemia, entonces situada en el Imperio Austro-Húngaro. Siempre que lo hacía, los que lo escuchábamos nos preguntábamos si aquello era vasquismo llevado al cubo, pura coquetería o una ironía muy evidente, aunque no particularmente subrayada, para alejarse del ambiente letal que había sofocado la tradición liberal de su tierra. Él mismo la quiso continuar con su amor a Unamuno, nunca desmentido, y la fundación de un improbable Partido Liberal Vasco, como si hubiera querido dar fe de la vigencia de la tradición bilbaína, además de vasca, evocada en el civismo de la sociedad El Sitio.
Cuando llegó a Madrid, a la sección de Opinión de El Mundo, ya tenía una importante carrera periodística, que le había llevado de El Correo y Deia a El Mundo del País Vasco. Sin duda quiso dejar atrás un ambiente opresivo, cuyas raíces y cuyos efectos siempre se esforzó en poner en claro, y con la ambición de alcanzar una repercusión nacional. Consiguió las dos cosas, con la particularidad de aterrizar en un Madrid y en una revista, la revista Época de Jaime Campmany, de una combatividad notable.
También es cierto que por entonces todavía estaba viva la disposición al diálogo tan propia de la Transición, por ejemplo en La Gaceta de Juan Pablo Villanueva y en la Nueva Revista de Antonio Fontán. Yanke, de una generación más joven que aquella que hizo la Transición, era el continuador y el heredero natural de aquel espíritu. Siempre se mostraba tolerante, un poco reticente a la hora de dar su opinión y casi siempre más interesado en escuchar que en decir lo que pensaba.
Eso no quería decir que no fuera un valiente, como había demostrado en el País Vasco. Yanke era, como se ha repetido con justicia estos días, un hombre íntegro y un periodista nada complaciente con las presiones. Lo demostró una vez más con su salida de Telemadrid, que le ha convertido en un mártir del aguirrismo o de la derecha dura, incluido, como no podía ser menos, el aznarismo.
En realidad, Germán Yanke proporcionó material ideológico a aquella posición de hastío y rebelión ante la arrogante hegemonía social-progresista. Lo hizo con sus artículos, sus tomas de posición personales e incluso con algún libro memorable, como Ser de derechas: manifiesto para desmontar una leyenda negra (2003), de título bien explícito. Aun así, había algo muy propio de él. Aunque apasionado por la política, era capaz de tomar una cierta distancia. Y al no proceder de la izquierda y conocer de primera mano y en su propia tierra la realidad totalitaria, tenía un margen de libertad y un poso ético que comunicaba a su liberalismo una solidez de criterio específica. Germán Yanke, bien claro en sus opiniones cuando hacía falta, tenía esa generosidad característica de las almas verdaderamente cosmopolitas de la que habló Rousseau.
De Unamuno, ignoraba por completo cualquier mezquindad, cualquier estridencia. Se quedaba con lo esencial, el espíritu de contradicción como guía –no infalible– para establecer una conducta lo más ajustada posible a la sensatez. Tampoco dejaba de lado, como es natural, al escritor y muy especialmente al poeta. Poeta él mismo, y lector infatigable de poesía, no cayó sin embargo en esa tentación tan propiamente española, o hispanoamericana, de la columna político-literaria. Periodista versátil como era, capaz de escribir un magnífico editorial, una estupenda columna o un buen reportaje, se abstuvo de combinar literatura y periodismo hasta ese punto. Había en Yanke una conciencia demasiado viva de la gravedad de ciertas cuestiones, entre ellas la palabra hecha literatura por lo que tiene de expresión de lo humano. Esa alerta permanente, que es lo propio de la civilización, le llevaba a recurrir al humor al hablar de sí mismo y a mantener claras ciertas prioridades. Primero la cortesía y las buenas maneras, luego la sonrisa, la amabilidad, por fin todo lo demás.