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Cristina Losada

La impaciencia del separatismo catalán

Las prisas del separatismo catalán por consumar la ruptura pueden tener su explicación en el hecho de que, a pesar de todo lo que hacen, el tiempo no corre a su favor.

Las prisas del separatismo catalán por consumar la ruptura pueden tener su explicación en el hecho de que, a pesar de todo lo que hacen, el tiempo no corre a su favor.
EFE

La impaciencia del separatismo catalán no ha pasado desapercibida. Cuando se buscan factores de fondo, se atribuye a esa impaciencia el fracaso. No ya el fracaso del golpe, sino el fracaso en lograr una mayoría social partidaria de la ruptura. Si hubieran esperado unos años más, la habrían tenido, se dice. Y se implica, con excesiva certeza, que en ese caso el separatismo ganaría de calle. Hay quien estima en una generación más el tiempo necesario para que hubiera funcionado a pleno rendimiento y a plena satisfacción la fábrica de separatistas que era el proyecto de construcción nacional pujoliano: con la escuela de la inmersión y el adoctrinamiento, con los medios de correas de transmisión y focos de agitación, y con la sociedad civil Potemkin perfectamente alineada (y alienada). Sin embargo, no esperaron.

Tal vez, sí, fue impaciencia. Alentada por un cálculo erróneo sobre la debilidad del Estado, y conviene aclarar: el Estado, aunque se pierda de vista, no es en exclusiva el Gobierno. O por otro cálculo erróneo sobre los efectos políticos en España de la crisis económica y de la crisis que pudo haber acabado con el euro. O por la pura necesidad política de desviar los efectos de la crisis hacia un enemigo externo. O por la corrupción. Son demasiadas hipótesis, demasiados errores e impaciencias. Nadie dice que sean unos genios, pero tampoco hay que pensar que son unos tontos. Ya puestos, por qué no darle vueltas a la posibilidad de que estuvieran –y estén– convencidos de que el tiempo no corre a su favor.

El proyecto de construcción nacional de Pujol partía de una reconsideración del problema de la inmigración, que es como el nacionalismo ha venido llamando a la llegada a Cataluña de personas de otros lugares de España. La solución al problema era que había que asimilar o integrar, como diría después para suavizar, a aquellos que llegaban a tierras catalanas, igual que llegaban a otras regiones prósperas, en busca de oportunidades. El historiador Josep Termes, que había sido del PSUC, lo dijo así de claro en unas conferencias promovidas por la Generalitat de Pujol en 1982: "O se produce la integración [de los inmigrantes] o Cataluña se desnacionaliza en una generación".

Ese era el problema y ese era el camino. El camino respondía a la paranoia que marca ya desde sus albores al catalanismo político y al nacionalismo catalán: miedo al peligro de extinción que suponía para el ser catalán la llegada de otros españoles. O se catalanizaba íntegra y adecuadamente a aquella masa de forasteros, o el ser catalán y la nación catalana estaban destinados a desaparecer en el crisol de la mezcla y el mestizaje. Tal ha sido la paranoia, que se han llegado a interpretar los flujos migratorios de los años sesenta como una operación deliberada de la dictadura franquista para diluir el ser catalán. Tal es la paranoia, que hace pocos años, en los actos de una Diada, Carme Forcadell arengaba diciendo que sólo había dos opciones para los catalanes: "O la independencia o desaparecer como pueblo".

Ese es el marco mental del separatismo. La paranoia de la desaparición o la extinción y, como medio para evitar que se produzca, la fábrica de nacionalistas-separatistas, con el principal objetivo de catalanizar a los nuevos catalanes. Sin embargo, la fábrica no ha funcionado como podían esperar. Pongamos, por ejemplo, la lengua. Las décadas de inmersión y de políticas para desterrar el idioma español de la esfera pública y marcarlo como un idioma de connotación negativa –externo, impuesto y apestado– no han conseguido que deje de ser el idioma que considera propio la mayoría de los habitantes de la región.

En el último barómetro del CEO, así lo hacía el 46,3% de los encuestados, frente al 33,5 que tenía por idioma propio el catalán. Para completar el cuadro, los que tenían por propias ambas lenguas eran el 19,5%. El español (allí insisten en llamarlo castellano) era también la lengua en la que habían hablado de niños el 56,8%. Dado que el voto separatista es mucho más frecuente entre los catalanoparlantes que entre los hispanohablantes, esos datos tienen relevancia política. Del mismo modo, esos datos, que siguen tendencias previas, indican los límites de las coactivas políticas lingüísticas y, más ampliamente, del conjunto del proyecto de construcción nacional pujoliano, que pivota sobre la lengua.

Habrá que darle más vueltas a la idea, pero no es imposible que la impaciencia separatista se deba a la constatación de esos límites y, por lo tanto, a la constatación del fracaso. Fracaso relativo, sí, pero fracaso: no tienen la mayoría social y los medios que han aplicado para tenerla, no han dado el fruto esperado. Esto no quiere decir que haya que permitir, como se ha permitido hasta ahora, que la construcción nacional siga su curso, vulnerando derechos y libertades y acosando al que no pasa por el aro. Quiere decir, simplemente, que las prisas del separatismo catalán por consumar la ruptura pueden tener su explicación ahí. En el hecho de que, a pesar de todo lo que hacen, el tiempo no corre a su favor.

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