En lo que más parece una ocurrencia improvisada para hacerse un hueco en las portadas de la prensa que otra cosa, Ciudadanos acaba de proponer formalmente que se fije un umbral mínimo del 3% de representación a escala nacional en la Ley Electoral para que los partidos que concurran a los comicios generales puedan obtener escaños en el Congreso. Ocurrencia improvisada, sí, porque si el asesor de turno de Albert Rivera se hubiera tomado la pequeña molestia de perder cinco minutos en Google consultando los porcentajes extrapolados a nivel nacional que obtuvieron el PDeCAT y el PNV en las últimas elecciones generales, acaso hubiese descubierto que juntos ya sumaban más de ese 3% que quieren proponer ahora como inútil barrera de entrada. En concreto, el PDeCAT logró un 2,01% del total nacional de votos, mientras que el PNV obtuvo el 1,2%. Ergo, les bastaría con presentarse en coalición para superar sin dificultad alguna ese umbral del 3% que reclama Rivera. ¿Y qué pasaría si el mínimo del 3% se elevase al 5%? Pues tampoco pasaría nada de nada. Repárese al respecto en que la suma de los sufragios obtenidos por ERC, PdeCAT y PNV en la última convocatoria a Cortes supuso un 5,84% del total nacional. Así las cosas, tampoco la improvisación de Ciudadanos tendría utilidad práctica ninguna en el supuesto bien lógico de que esos tres partidos optaran por coaligarse a fin de saltar unidos la valla. Puro humo de pajas entonces.
Un humo propagandístico que, no obstante, devuelve la atención por un instante al gran problema ya crónico creado por la irrupción en escena de las dos referencias políticas hijas la irritación popular posterior al estallido de la Gran Recesión de 2008, Ciudadanos y Podemos. Y es que, como a estas alturas ya se ha visto de modo incuestionable, la fractura histórica del bipartidismo ha traído asociada la pura y simple ingobernabilidad de España. Con cuatro partidos nacionales más o menos equilibrados en cuanto al número de escaños, y cuarenta pequeñas partidas periféricas rifando sus favores en cada votación parlamentaria al mejor postor, esto, simplemente, va a seguir siendo ingobernable de modo permanente. E igual que cayó Rajoy ayer, caerá Sánchez pasado mañana. Y al que llegue tras Sánchez le sucederá otro tanto de lo mismo. Y así ad infinitum. Porque no estamos ante un problema de personas, sino ante un problema del sistema. Problema por lo demás incorregible, pues es el pueblo soberano quien ha decidido que España sea de facto ingobernable, mande quien mande, dado el caprichoso reparto cuadrangular con que de un tiempo a esta parte ha decidido repartir sus favores en las urnas.
Aquí vamos a un modelo de gobernanza institucionalizado, de hecho llevamos ya algún tiempo en él, donde el Ejecutivo se verá obligado a hacer encajes de bolillos cotidianos para contentar a un sinfín fuerzas heterogéneas con tal de mantenerse en el poder. El mejor escenario imaginable para que nada serio se pueda emprender jamás desde la Moncloa por temor a la impopularidad parlamentaria. Porque aún no parece haber calado la certeza entre la opinión informada de que esto, lo de Sánchez y sus cuarenta enanitos, va para muy largo. Para tan largo que, les guste o no, al final los grandes partidos no van a tener más remedio que ponerse de acuerdo para cambiar la Ley Electoral. Y cambiarla no a fin de introducir en ella ese invento de bombero de Ciudadanos, sino para que, al igual de lo que sucede en Grecia y tantos otros lugares, el partido que obtenga la minoría mayoritaria en las urnas sea premiado con una sobrerrepresentación parlamentaria que facilite la gobernabilidad. A Syriza, por ejemplo, le correspondieron 50 diputados adicionales en las últimas elecciones griegas por el hecho de haber sido la fuerza más votada. Cincuenta diputados que son los que ahora le permiten a Tsipras no tener que verse a diario en la papeleta agónica de Sánchez. Más pronto que tarde, sí, habría que hacerlo. Aunque solo sea porque la única alternativa es el caos.