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José García Domínguez

1 de Octubre

Los habitantes de Cataluña leales a España no sólo tenemos la fuerza de nuestro lado. También tenemos la razón.

Los habitantes de Cataluña leales a España no sólo tenemos la fuerza de nuestro lado. También tenemos la razón.
EFE

Este domingo, coincidiendo con la víspera del esperado aniversario de la asonada catalanista de octubre, uno de los principales diarios de difusión nacional, El Mundo publicó, y con honores de portada, un escrito avalado por doce fuentes anónimas, doce, en cuyo encabezamiento se afirma de forma categórica que "España pierde crédito en Europa por el giro con los presos del procés". Y es que, según esos doce presuntos expertos innombrables, en las máximas instancias rectoras de la Unión Europea estaría causando un muy hondo pesar que el actual Gobierno de España respete el principio de la división de poderes consagrado en todos los tratados de la propia UE, absteniéndose de forzar al juez instructor de la causa de los golpistas para que revoque la situación de prisión cautelar a la que se encuentran sometidos unos cuantos de ellos. Se entiende, pues, lo del anonimato de los doce expertos presuntos. De hecho, es lo único que se entiende.

Llueve, por lo demás, sobre mojado. Del 15-M a esta parte, asistimos aquí a un fenómeno progresivo de puesta en cuestión de los principios más elementales y básicos de la democracia liberal, inopinada moda que se puso en circulación desde entornos más o menos marginales pero que, ahora mismo, ya no sólo constituye el principio doctrinal que inspira la acción cotidiana de, entre otros actores políticos de primer orden, el Gobierno de Cataluña, sino que ha conseguido escalar incluso hasta las planas más nobles de la prensa seria. Según esa corriente tan en boga de, llamémosle, pensamiento, la democracia habría dejado de constituir un método civilizado que permite expulsar del poder a los gobernantes ineptos sin tener que recurrir a la violencia. Bien al contrario, la genuina democracia, la real, pura y verdadera, tal como la entienden desde los indignados conocidos hasta los expertos anónimos de algunas redacciones de Madrid, sería la suprema panacea que avala el derecho a votar sobre cualquier asunto, el que sea que venga en gana a una fracción significativa de ciudadanos. El que sea, desde el color de los pantalones del uniforme de gala de los bomberos de Móstoles hasta la autodeterminación de Cataluña.

La hiperlegitimación moral y política de los separatistas que se busca apelando a esa pretendida democracia real solo conduce, sin embargo, a una aporía, es decir, a una contradicción lógica insalvable desde el respeto a las reglas de la propia lógica. Porque, al margen de quién disponga de la capacidad de coerción física suficiente para poder hacer valer su voluntad, lo cierto es que nunca se podría legitimar democráticamente una secesión en base al argumento, en apariencia tan impecable, de poseer la mayoría de los votos. Y no se podría porque el concepto de pueblo, abstracción vaga y etérea donde las haya, es indefinible, sencillamente indefinible, con anterioridad a un proceso de autodeterminación nacional. La autodeterminación, dicen los separatistas, solo la puede decidir el pueblo. Bien, muy bien, que decida el pueblo. Naturalmente. Pero ¿quién decide dónde empieza y dónde acaba el pueblo llamado a decidir? ¿Cómo establecer democráticamente si un habitante de Gerona o de Lérida, pongamos por caso, forma parte o no del pueblo autorizado para decidir sobre la eventual autodeterminación de Tabarnia? El método democrático es incapaz de ofrecer una respuesta válida a esa sencilla pregunta. No puede. De ahí el callejón sin salida lógica al que aboca el principio de la autodeterminación planteado fuera de marcos coloniales. Por eso los habitantes de Cataluña leales a España no sólo tenemos la fuerza de nuestro lado. También tenemos la razón.

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