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Jesús Laínz

Cimas totalitarias

Algunas cabezas pensantes del paraíso socialista consideraron que el deporte, costumbre decadente de las degeneradas sociedades capitalistas, era un instrumento al servicio de la burguesía.

Algunas cabezas pensantes del paraíso socialista consideraron que el deporte, costumbre decadente de las degeneradas sociedades capitalistas, era un instrumento al servicio de la burguesía.
EFE

En su breve y no demasiado sustancioso libro de memorias juveniles Pero ¿qué sera de este muchacho?, Heinrich Böll explicó que la organización de la sociedad alemana por parte de los gobernantes nacionalsocialistas llegó hasta extremos tan asfixiantes como el de prohibir el deporte no organizado, es decir, el practicado al margen de los cuerpos que, como la Juventud Hitleriana, debían dar un significado político a cualquier actividad. Así, su hermano Alois fue detenido en una ocasión por haber organizado un partido de fútbol con chicos de su parroquia.

Pero los insuperables virtuosos del totalitarismo fueron, sin duda, quienes instauraron en la URSS y países sirvientes la más tupida red de control de la sociedad que hayan conocido jamás los hijos de Adán. Como siempre sucede en las sociedades empachadas de ideología, los argumentos a favor o en contra de cualquier cosa parecen sacados de un chiste. Así, algunas cabezas pensantes del paraíso socialista consideraron que el deporte, costumbre decadente de las degeneradas sociedades capitalistas, era un instrumento al servicio de la burguesía. Los que cargaban con las mayores culpas eran los catalogados como deportes competitivos, fomentadores, al parecer, del individualismo y, por lo tanto, incompatibles con el socialismo. Los ciudadanos soviéticos con ganas de sudar debían olvidarse de competir, de mejorar, de triunfos y de plusmarcas, pues lo correcto era el deporte de clase, masivo, comunitario y colectivista. Es decir, el deporte como instrumento de la lucha de clases, no como un fin en sí mismo para que las personas se divirtieran y se mantuvieran en forma. Pero, en esto como en todo, acabó imponiéndose la realidad. Es decir, el fútbol. Y, tras el fallido sucedáneo de las Espartaquiadas, a los dirigentes comunistas no les quedó más remedio que pasar por el aro. Más bien por los aros. Los olímpicos. Y así comenzaron la concepción del deporte como una poderosa arma propagandística contra el decadente mundo occidental, la explotación de los deportistas, su militarización y el dopaje masivo que llevaron a varios países comunistas, sobre todo la URSS y la Alemania oriental, a convertirse en potencias deportivas. En muchos casos, a costa de la salud e incluso la vida de los deportistas.

Con el ajedrez sucedió algo similar, pues los dirigentes soviéticos atribuyeron al milenario juego de mesa las virtudes que se suponían intrísecamente socialistas: disciplina, paciencia, inteligencia y espíritu colectivo. Se llegó incluso a sostener que entre los beneficiosos efectos del ajedrez se encontraban la pureza moral y la devoción al modelo político socialista.

No se crea, sin embargo, que estas obsesiones quedaron limitadas a los dos totalitarismos clásicos, pues totalitarismos hay muchos y de muy diverso plumaje. El nacionalismo catalán, por ejemplo –y el vasco, claro; no cometamos la descortesía de olvidarnos de los hijos de Sabino–, es ejemplar a este respecto.

Por ejemplo, el histórico militante de Estat Català Joan Ballester i Canals, editor en la Barcelona franquista de libros de indisimulada ideología nacionalista con su Edicions d’Aportació Catalana, ganó un premio en los Juegos Florales de la Lengua Catalana de Montevideo en 1963 con la conferencia Per una consciència de país, de gran influencia en el mundo nacionalista de las décadas siguientes. Ballester desarrolló en ella la estrategia de penetración social que debían poner en funcionamiento los nacionalistas tanto en aquellos años de régimen franquista como en tiempos venideros en los que pudiesen tener influencia gubernativa:

Hemos de hacer un trabajo de concienciación nacional. Movilizar a nuestra gente con motivaciones que afecten a todo el mundo. Y cuando no tengamos a mano ningún motivo auténtico, inventémonos uno. Cualquier pretexto será bueno si lleva el sello y la intención electrizante que ponga en movimiento todos los recursos humanos del País. Aprovechar cualquier circunstancia, inventar cualquier cosa, esencialmente importante, para llevar esta acción vitalizadora al medio de la calle. Remover todo el País, desde Elche hasta Salses, desde Fraga hasta Mahón, pero no con acciones de pequeños núcleos, sino con objetivos de largo alcance. Acciones que nos lleven hasta el militante anónimo y a convertir en militantes a aquéllos que no han sabido encontrar el camino de su incorporación activa. Los resultados serán doblemente beneficiosos. Surgirá el trabajo de equipo y ensancharemos el círculo. Los inhibidos y los indiferentes sentirán la vergüenza de su inhibición voluntaria. Y si les damos una oportunidad, salvaremos a muchos del naufragio espiritual en que viven (…) Será el momento en el que todos comprenderán que la función de sardanista, de bailes, orfeones, excursionistas, boy-scouts y toda la gama de actividades colectivas tiene una misión de servicio a la comunidad y no de goce de la actividad en sí misma.

Así pues, en estricta ortodoxia totalitaria, también las tradiciones culturales, las diversiones y los deportes, que en un país sin neurosis identitarias carecerían de dimensión política y se gozarían como actividades en sí mismas, han sido y siguen siendo instrumentos, generosamente regados con subvenciones, de la ingeniería social nacionalista puesta en marcha por el honorable Jordi Pujol y continuada por todos sus sucesores.

Y efectivamente, en el insuficientemente recordado Programa 2000, aquel documento interno de CiU en 1990 y nunca tenido en cuenta por ninguno de nuestros inútiles gobernantes, se establecía con claridad que uno de los medios de "nacionalización" de la población tendría que ser "catalanizar las actividades deportivas y lúdicas".

Requisito esencial para la supervivencia del nacionalismo catalán es la mayor movilización posible de la sociedad, incluida la violencia en manada que, como estamos viendo, siempre acaba emergiendo en cualquier sociedad enferma de totalitarismo. Y también es imprescindible la mayor uniformización en sus maneras de pensar y sus actividades. Tanta ansia clonadora no podía dejar de convertir Cataluña en el rebaño orgulloso de su uniformidad del que disfrutamos hoy.

Y de este modo seguimos viendo todos los días cómo los pastores totalitarios y sus obedientes ovejas no pierden oportunidad de utilizar cualquier excusa, incluidas las deportivas, lúdicas o infantiles, para ensuciarlo todo con la maldita política. La payasada norcoreana de las cims per la llibertat ha sido, de momento, la última manifestación de la locura totalitaria catalanista.

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