
La peor noticia posible a ojos de Esquerra Republicana de Catalunya, que la Justicia avale la pretensión de Puigdemont para acceder a la Eurocámara, muy probablemente se habrá materializado ya en cuanto este artículo vea la luz. ERC, unas viejas siglas tan cargadas de historia como de irrelevancia en la Cataluña recién salida de la Transición, cuando el herrumbroso partido de Macíà, Companys y Tarradellas a duras penas lograba convocar en las urnas a unos pocos miles de abuelos nostálgicos, es hoy la gran fuerza vertebradora del catalanismo político, un papel dominante en el micromundo nacionalista que sus dirigentes actuales ambicionan convertir en hegemonía absoluta. Una empresa, la de apropiarse de ese amplio entramado sociológico formado por las clases medias de raíz autóctona, las mismas que constituyeron durante décadas el gran colchón electoral del pujolismo, que exige como condición sine qua non la muerte política de ese atolondrado aventurero de Gerona, un tipo al que en la Esquerra tienen por narcisista, liante y frívolo más que por cualquier otra cosa.
Junqueras, que resulta ser lo más parecido a un Gramsci de sacristía que ha sido capaz de producir el catalanismo, ha acabado entendiendo que España no es el hueco y carcomido cascarón jurídico que él suponía. Aunque ha necesitado media vida para por fin descubrirlo, Junqueras sabe ahora que España existe. Y que existe en Cataluña. También en Cataluña. De ahí su reconocimiento implícito, eso sí con todas las máscaras y cataplasmas retóricas de rigor, de que la vía insurreccional no conduce a ninguna parte. Junqueras ha aprendido. Puigdemont, no. Paradoja solo aparente, el gran crecimiento de Esquerra en estas elecciones últimas es el resultado práctico, el premio si se quiere decir así, de esa inesperada reconciliación de sus dirigentes con el principio de realidad. Y es que el grueso de esos nuevos apoyos recibidos por ERC no procede, como parecería lógico prever, de antiguos votantes de Junts per Catalunya, sino que tiene su origen en grandes bolsas del electorado que hasta ahora se había alineado con la ambigua tercera vía propugnada con los comunes de Colau.
Nada demasiado raro si se repara en que, a fin de cuentas, el cambio estratégico de Esquerra consiste en renunciar a la quimera de la independencia unilateral para abrazar la tesis germinal del PSC de Iceta, la del referéndum legal y pactado, esa misma que tras ser vetada por Ferraz recuperaron e hicieron propia luego los comunes. Con todas las cautelas que exige el caso, la evolución última de Esquerra comienza a parecerse a la que acabó asumiendo el PNV tras aquel aparatoso salto al vacío que se recordará en los libros como el Plan Ibarretxe. Un posibilismo, el de acatar la legalidad constitucional mientras se espera con paciencia de Job que la escuela pública y TV3 obren el milagro de ensanchar la base social del separatismo hasta alcanzar el 80% de la población, que, bien mirado, no es algo tan distinto a lo que hizo Pujol durante su interminable virreinato delincuencial. Pero recuperar por la puerta de atrás, la vergonzante e inconfesable, el pujolismo exige lanzar por la ventana delantera, y sin contemplaciones, al Payés Errante. En ello andan.