La demoscopia manda. Antes, una política se medía por su eficacia. Ahora, su valor depende de una encuesta. Antes, el gobernante que se equivocaba se apartaba y venía otro a enmendar sus errores. Era necesario que fuera alguien distinto que tuviera ideas y convicciones diferentes. El apaciguamiento de Chamberlain es un buen ejemplo. Cuando se demostró inútil, el primer ministro dimitió y dejó que Churchill, que fue quien con más vehemencia se había opuesto a ser indulgente con Alemania, dirigiera la guerra que él no había sabido evitar. Ahora, en España, si la encuesta detecta un rolar del viento, el mismo político que defendía una cosa pasa a ser partidario de otra completamente opuesta de la manera más natural y a nadie le extraña. Esto es posible porque se tolera generosamente que el político carezca de convicciones. Se da por hecho que lo único que tiene que hacer es darle en cada momento al electorado lo que el electorado pida a través de las encuestas. Para este trabajo no sólo no hacen falta ideas, es que sobran.
El que se plegara a las más humillantes exigencias del independentismo catalán, incluida la admisión de un mediador que terciara en el supuesto conflicto entre España y Cataluña, hoy pretende erigirse en martillo de soberanistas y máximo guardián de la unidad de España. El que se dejó elegir presidente del Gobierno con los votos de esos mismo independentistas, hoy, crecido y engolado, se llena la boca de España. Quien negoció con la ETA para que hicieran presidenta de Navarra a una correligionaria suya que consiente que el viejo reino sea colonizado por la banda afirma hoy dirigir el único partido capaz de mantener a España unida. Sin embargo, ese partido es, desde la Transición, una amalgama de facciones argamasadas tan sólo por la corrupción y el común propósito de saquear el presupuesto. Si no hubo tiempo para hacer que España acabara como México fue porque porque el Gobierno socialista perdió las elecciones cuando se supo que había fundado una banda terrorista cuyos miembros lo único que hicieron bien, como siempre en el PSOE, fue repartirse la pasta en vez de destinarla a derrotar a la ETA. Si el GAL no hubiera acabado con Felipe González, a lo mejor todavía estábamos bajo la bota del felipismo.
Es evidente que las encuestas de Redondo han detectado en el electorado una creciente preocupación por la unidad de España. No otra explicación hay al evidente propósito de Sánchez de atraerse a los votantes de Vox, que son a quienes parecen dirigidas sus bravatas constitucionalistas de ley y orden. En condiciones normales, en caso de convencerse el PSOE de la necesidad de dar esa pirueta, lo lógico habría sido elegir a otro líder que fuera un creíble defensor del nuevo programa, como por ejemplo el asturiano Javier Fernández. Pero, como estamos en España, el mismo caballo vale para todo. Tan sólo es necesario tener la suficiente cara dura y saber mentir con aplomo. Cuando sobra de esto, no hacen falta ideas.