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Santiago Navajas

Eutanasia, ley estridente

No es sobre la pertinencia de la eutanasia en sí de lo que debiéramos estar discutiendo sino sobre sus condiciones y requisitos de aplicación.

No es sobre la pertinencia de la eutanasia en sí de lo que debiéramos estar discutiendo sino sobre sus condiciones y requisitos de aplicación.
Manifestación contra la eutanasia frente al Congreso, | EFE

En 1981 se aprobó, estando en el gobierno la UCD y de ministro de Justicia Francisco Fernández Ordóñez, la Ley del Divorcio. Casi cuarenta años después cabe preguntarse si alguien se opuso entonces a una ley que parece tan razonable, ya que si es necesario y suficiente, además de recíproco, el consentimiento libre para unir la vida a la de otra persona, también debería ser dicho consentimiento válido para deshacer el vínculo. Sin embargo, en 1981 la cosa no resultaba tan clara y distinta como puede parecer con la perspectiva del tiempo, la experiencia acumulada y la asimilación de los argumentos a favor de la libertad. Entonces fueron solo 162 votos a favor frente a 128 en contra y 7 votos en blanco, con los liberales de la UCD votando junto a socialistas y comunistas, lo que llevó a un cisma de facto en el seno de la UCD con los demócrata-cristianos. Fraga, entonces líder de Alianza Popular, advertía "ni es la hora de leyes estridentes, como la del divorcio".

En 2020, de nuevo son los liberales, en este caso representados por Ciudadanos, los que unen sus votos a los socialistas y los comunistas para sacar adelante otra "ley estridente", con la oposición de los conservadores del PP y Vox (201 votos a favor - 140 votos en contra). Aunque, como pasó en 1981, sospecho que incluso el electorado de derechas está más de acuerdo con la propuesta de lo que quieren reconocer sus representantes. En estos cuarenta años no cabe duda de que el electorado de derechas ha hecho también uso de su derecho al divorcio, como también lo habrá hecho de otra ley igualmente estridente, la del aborto. Y es obvio, en cuanto se mantienen conversaciones con gentes vinculadas a la derecha, que también quieren ejercer su derecho a modernizar el viejo adagio "a cada uno le llega su hora" por otro en el que se reconozca que cada uno pueda parar su reloj vital cuando lo estime conveniente.

En realidad, no es que los conservadores no quieran leyes como la del divorcio, el aborto o la eutanasia (de las que luego hacen uso como cualquier hijo de vecino liberal o socialista) sino que siempre consideran que todavía "no ha llegado la hora". Sin embargo, como también sucedió con el matrimonio gay, más bien parece que los conservadores son incapaces –por sus tendencias tradicionalistas, su aversión al cambio y su querencia por instancias divinas o institucionales que decidan por ellos- de cogerle el punto a los tiempos, de modo que siempre van con el paso cambiado respecto al núcleo de la argumentación.

Porque en realidad no es sobre la pertinencia de la eutanasia en sí de lo que debiéramos estar discutiendo sino sobre sus condiciones y requisitos de aplicación. Y aquí sí que hay un problema. Porque no cabe una aquiescencia ciega y crítica al "espíritu de los tiempos", ni un sometimiento cobarde y acomplejado a quedar fuera del "lado correcto de la historia". En este sentido sí que tienen cabida las preocupaciones por una ley de eutanasia demasiado laxa que deje sin salvaguarda a aquellas personas vulnerables que por incapacidad, enfermedad o alienación puedan ser instrumentalizadas para una muerte que beneficie espuriamente a personas sin escrúpulos o sumamente ideologizadas. Sin olvidar tampoco, cierta deriva social hacia una "cultura de la muerte" que con la excusa de la compasión no solo facilita sino que obliga al homicidio médico.

A diferencia del divorcio, que al fin y al cabo permite incluso la vuelta atrás, la eutanasia es un asunto moral mucho más complejo en el que no caben simplezas, por lo que el respeto a la libertad de los ciudadanos debe complementarse con la seguridad de que ni los criterios economicistas ni la comodidad de una sociedad millennial, que cada vez más desprecia a los de mayor edad, se impongan. Por ello, no hay que echar en saco roto la advertencia de un diputado del PP contra la mentalidad de ahorro de costes sanitarios y sociales que puede encubrir una ley de eutanasia, ya que es necesario, y la ley no lo hace, una apuesta programática y presupuestaria para que los más vulnerables no elijan la muerte simplemente porque su realidad social no les hace ver la vida como algo valioso y atractivo. Sería un debate unidimensional si se centrara únicamente en el derecho a la libertad de morir, ya que también se trata de establecer los cómos y los porqués de dicha decisión libre para que haya una auténtica igualdad de oportunidades para disfrutar de la vida. Es paradójico pero es fundamental advertirlo: una ley de eutanasia debe ser pro vida.

Y es que se empieza llamando "polla vieja" a Javier Marías, como hizo Pablo Iglesias, se sigue poniendo como ejemplo paradigmático a una película como Mar adentro, como ha hecho frívolamente Echenique, y se termina haciendo comida para los gatos con los restos de los ancianos eutanizados a la fuerza, como sucedía en Soylent Green (Richard Fleischer, 1973). Para que no nos deslicemos por esta pendiente resbaladiza necesitamos una oposición liberal con las ideas claras y valientes tanto para desafiar la calma chicha que pretende una derecha inmovilista como las tempestades de la izquierda que traten de convertir la muerte, como pretenden hacer con la vida, en una obligación colectiva en lugar de una aventura individual.

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