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Agapito Maestre

¿No hemos aprendido nada?

Las leyes de 'memoria histórica' esgrimidas por el Gobierno de Sánchez son un horror.

O hay una recuperación piadosa de la memoria o se trata de convertir el pasado en obstáculo para la convivencia. En esa opción se juega, por desgracia, nuestro presente político. Más propias de regímenes despóticos que de un Estado de derecho y democrático, las leyes de memoria histórica esgrimidas por el Gobierno de Sánchez son un horror. Son instrumentos de disciplinamiento de la población. Provocan miedos y angustias constantes en la inteligencia de un país. Son máquinas para perseguir derechos fundamentales como la libertad de expresión y de cátedra. Nadie puede legislar cómo entender la responsabilidad colectiva de una nación respecto a su pasado sin caer en arbitrariedades e injusticias. La propia noción de responsabilidad colectiva es algo tan abstracto e incomprensible que roza, a veces, lo irracional y lo absurdo.

Reconozcamos que no es sencillo para una persona vivir el pasado como algo realmente pasado. Llegar a aceptar el pasado doloroso como algo pasado es el ideal del hombre civilizado. Alcanzar esa idílica situación es una operación compleja. Exige un trabajo constante de educación, de superación de prejuicios y, sobre todo, una gran capacidad de duelo ante los pasados más bochornosos de una nación. Nuestra Guerra Civil fue salvaje. Y porque fue uno de los episodios más lamentables de la historia contemporánea es necesario sentir vergüenza, dolor y agonía, en fin, luto, cuando nos acercamos a ella. Mientras esos sentimientos no prevalezcan a la hora de acercarnos a esa historia luctuosa y criminal, estaremos construyendo castillos en el aire, o peor, odios y resentimientos. Estas formas violentas de acercarse al pasado, entre las que desempeñan un papel relevante las leyes de memoria histórica, ocultan lo esencial: a los muertos no podemos resucitarlos.

Pero sí podemos rendirles tributo, genuina memoria de sus vidas, si logramos desprendernos, con respecto a los vivos, de los prejuicios estereotipados de nuestra historia. Sin asumirlos jamás podemos superarlos. Es menester reconocer que el inmovilismo psicosocial de los españoles, en general, respecto de la vida política, producto de una interacción oscura con una casta política perversa y unos intelectuales al servicio del poderoso, se ha convertido en una enfermedad con graves síntomas de parálisis. Me refiero a ese desdén, esa falta de interés y preocupación de la mayoría de los españoles por la vida pública. Contemplan como un espectáculo la vida política, ven el Estado como algo extraño y ajeno a ellos. Este prejuicio se mantiene durante todo el siglo veinte y es, seguramente, el principal vicio de las últimas décadas. No es el español un pueblo ingobernable sino sumiso ante el poder. Tengo la sensación de que el pueblo español actual es tan cobarde como el del pasado. Es un pueblo idealmente gobernable para aquellos políticos que no se preocupan de dónde deriva su poder, y siempre ingobernable para quienes piden la colaboración de una sociedad desarrollada y una opinión pública llena de vitalidad ciudadana.

Y, a pesar de todo, me resisto a pensar que nos espera un pasado (sic) tan terrible. Quizá la pulsión criminal del Gobierno a la hora de legislar, especialmente sobre nuestro pasado, sea contestada en las calles con más inteligencia y determinación de quienes se han contentado con un "nosotros haremos una ley de concordia". ¿No hemos aprendido nada?

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