Si algo nos puede enseñar el despotismo de Putin en su agresión a Ucrania es la persistente maldad de la naturaleza humana. Si esperamos el tiempo suficiente, acabarán apareciendo las circunstancias y el sátrapa de turno para ejercerla con renovada crueldad. La tragedia de Ucrania nos demuestra que no hay tiempo ni sociedad que esté a salvo de ella. Tampoco la humanidad ha logrado un antídoto definitivo para evitarla. Aunque a veces y durante un breve período de tiempo nos hagamos la ilusión de que la hemos conjurado.
En estas horas aciagas, la aseada ciudadanía europea asiste impotente y aterrorizada a un baño de realidad sin precedentes. La Unión Europea está demostrando ante Putin la debilidad que conlleva haber olvidado la causa de la paz presente. El bienestar de Occidente nos ha llevado a olvidar el peaje que hay que pagar para seguir disfrutándola. Nos hemos aburguesado. Lo queremos todo, riqueza, bienestar, seguridad, sin sacrificio alguno. Ninguna sociedad ha disfrutado de ello sin pagar el precio vital y militar por conservarlo. Occidente está en peligro porque ha olvidado la causa de su prosperidad, los costes de su seguridad, el peaje de su hegemonía. Nada nuevo. El imperio romano se sostuvo mientras siguió su propia máxima, si quieres la paz, prepárate para la guerra. Pero esa aparente brusquedad en medio de generaciones consentidas y narcisistas, tan ignorantes de su fortuna como seguros de su adanismo relativista, la ha descatalogado, como herencia de la brutalidad de sus abuelos.
¿Está Occidente dispuesto a realizar los sacrificios que le han convertido en un ideal de libertad, o es incapaz de arriesgar la comodidad en la que vive? Quizás la pregunta aclara nuestra perplejidad, pero nos deja a la intemperie. La historia europea está plagada de muertos. No son números, detrás hay vidas humanas, hijos en el frente de guerra, madres con el alma en vilo, infinidad de sufrimientos, destrucción, miseria y crueldad. Las películas nos han engañado, siempre han ocultado el sufrimiento real de los soldados con los intestinos en el suelo, las amputaciones sin anestesia, las pesadillas y el miedo. Todo eso fue el precio de la libertad que disfrutamos hoy. Y todo eso es lo que Ucrania está dispuesta a sacrificar en nombre de la libertad que nunca tuvieron. Pero Occidente, más allá de la ética y la estética de la paz, ya no está en disposición de jugársela en nombre de valores que considera parte de su naturaleza.
Nuestra decadencia no empieza en el miedo al conflicto, o en nuestra debilidad militar actual, sino en la criminalización del ejército en los centros escolares, en la oposición social al gasto militar, incluso en el rechazo del propio ejército. Nuestra decadencia empieza en la exaltación de la paz sin contrastarla con la fatalidad de la guerra, en nuestros medios de comunicación, a menudo más dispuestos a la ética gratuita, que a la responsabilidad…
Grave error, el solo deseo de paz no la garantiza, muy al contrario, a menudo la debilita. ¿Pero quién se lo dice a esta generación de narcisistas que se derriten ante una frase hermosa sin más contraste que sus propias emociones? ¿Cómo se le puede explicar que la paz no es patrimonio de una ideología ni de un alma bella, sino la aspiración de todo ser humano, la busque con un ramo de flores o con un fusil en la mano?
En mitad de esta tragedia donde Occidente a duras penas sabe qué hacer, es especialmente descorazonador el eslogan "No a la guerra". Sin duda existen almas hermosas que la enarbolan con la mejor de las intenciones, pero a menudo sólo es la coartada de ideologías sectarias que sacan el mantra a pasear a conveniencia. No sólo es una coartada obscena, también es un error. Cuando llega el odio y estalla la guerra, siempre es demasiado tarde. Y los débiles pierden siempre. Pero ¿quién manda a nuestros hijos al frente? ¿Quién en Europa tiene hoy los arrestos morales para volver a repetir: "Sólo puedo prometer sangre, sudor y lágrimas"?