
Quien sepa leer entre líneas los pronunciamientos muy estudiadamente ambiguos que se suceden desde la órbita el Gobierno a propósito de una solución a la querella histórica catalana, un continuo de declaraciones que no cesa, sólo puede concluir que ya está en marcha la operación de ir preparando a la opinión pública a fin de hacerle digerir un plan a poner en marcha, siempre que los números salgan en las Cortes y el bloque de investidura repita mayoría, durante la próxima legislatura. Es algo que se ve venir. Y de lejos.
Así las cosas, un eventual referéndum de autodeterminación resultaría política y jurídicamente inviable. Pero un apaño entre partidos que excluyese el llamamiento a las urnas a la población catalana al objeto de ratificar lo acordado, la segunda posibilidad, tampoco sería aceptable para Esquerra. Y, el tercer escenario, una reforma de la Constitución, la llamada a abrir ciertas puertas hoy cerradas y bloqueadas, requeriría del apoyo hoy impensable del Partido Popular. En consecuencia, la única vía factible de llegar a una entente a ese respecto entre el PSOE y la facción ahora mayoritaria de los nacionalistas catalanes pasaría por una nueva reforma del Estatut en el Congreso.
A fin de cuentas, el Estatut no deja de constituir una simple ley orgánica para cuya aprobación, además del ulterior referéndum de ratificación, basta con obtener la mitad más uno del total de los votos del pleno del Congreso de los Diputados;176, por más señas. Habrá referéndum, pues, en Cataluña. Y será legal; legal, al menos, en las formas. Por ahí, nadie lo dude, van los tiros. Una reforma del Estatut no orientada a recuperar la integridad original del elaborado por el Tripartito, sino para explorar la vía vasca. Estaríamos hablando de reeditar una vieja idea que circuló con fuerza durante el periodo constituyente, en la Transición, a saber: un concierto económico para Cataluña más o menos similar al que consiguió entonces el PNV. Algo que, al igual que ocurre con el cupo desde hace casi medio siglo, permitiese crear de facto una España en extremo desigual y asimétrica, pero manteniendo todas las apariencias externas de un marco constitucional que garantice sobre el papel la igualdad de ciudadanos y territorios. Si los números salen, lo harán.
