
Quizá el supremo elogió fúnebre de Benedicto XVI consista en no ocultar ahora su personal condición de reaccionario. Reaccionario, sí, toda vez que si algo destacó siempre en él, tanto en su obra intelectual como en su figura como representante máximo de la Iglesia, ese algo fue el evidente desencuentro de su personalidad con eso tan etéreo, impreciso y difícil de definir que se suele llamar el espíritu de la época. Cualquiera que le hubiera observado con un poco de atención durante todo su periodo al frente del papado podría concluir que Benedicto XVI no fue un hombre de su tiempo.
Imposible imaginar a Ratzinger manteniendo activa una cuenta en Twitter, celebrando los goles de la Bundesliga o abdicando del rigor de su pensamiento para realizar la menor concesión a los imperativos populistas del márketing audiovisual, ese que hoy se aplica de modo indistinto a la gestión de marcas comerciales de champú anticaspa o a instituciones religiosas milenarias. La figura de Ratzinger supuso en todo momento una nota discordante y anacrónica en el novísimo mundo de los líderes sociales sometidos de modo ubicuo a la dictadura de la efusividad impostada, la gesticulación teatral huera, las dietas hipocalóricas, la obsesión enfermiza por la imagen juvenil, dinámica y deportiva, y el icono eternamente adolescente y pueril de Justin Bieber como referente estético al que emular.
Ratzinger, por el contrario, era viejo; no manifestaba el menor interés por dejar de parecer viejo; y se refería a las cuestiones complejas de la trascendencia y de la metafísica con los términos necesariamente complejos que son propios de las cuestiones relacionadas con lo trascendente y la metafísica. Benedicto XVI fue siempre un intelectual cristiano en un tiempo, el nuestro presente, en el que el rigor intelectual, incluido el específico que exige la práctica cristiana, no gozan de excesivo predicamento dentro del espectáculo circense permanente en que se ha convertido la vida pública monitorizada por los medios de comunicación de masas. Un híbrido de Rigoberta Menchu y el alcalde de Marinaleda, sin duda, hubiese sido muchísimo más popular. Pero Ratzinger, qué le vamos a hacer, era un hombre de otra época.
