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Amando de Miguel

Los privilegiados impotentes

De nada sirve la afinidad de los sindicatos y las asociaciones empresariales con uno u otro partido político. Su influencia política es, casi, nula.

De nada sirve la afinidad de los sindicatos y las asociaciones empresariales con uno u otro partido político. Su influencia política es, casi, nula.
Gobierno y agentes sociales firman un acuerdo. | Moncloa

Hace más de 60 años (se dice pronto) Juan J. Linz y yo, como ayudante intonso, acuñamos la etiqueta de los "privilegiados impotentes". Era una peculiaridad del régimen franquista: conceder protección y ayudas a las asociaciones patronales y a los sindicatos (verticales). La condición o imposición era que se abstuvieran todo lo posible a la hora de influir en las decisiones políticas. La ingeniosa fórmula conseguía, de paso, un mínimo de conflictos laborales.

Ahora, nos encontramos, oficialmente, en plena efervescencia oficial de olvidar, todo lo posible, la existencia misma del franquismo. Es lo que se llama "memoria democrática"; no se sabe por qué. Mas, la realidad es tozuda. El Gobierno actual ha echado mano, sibilinamente, de la idea de los "privilegiados impotentes" para mandar sin demasiados conflictos o interferencias. Resulta sorprendente la fuerza de la inercia histórica. De nada sirve la afinidad de los sindicatos (horizontales, pero, igualmente amaestrados) y las asociaciones empresariales con uno u otro partido político. Su influencia política es, casi, nula. Se repite la ventaja de que el número de huelgas o de cierres patronales se ha reducido a un mínimo histórico. Lo que no se entiende bien es por qué los dos grandes sindicatos, UGT y Comisiones Obreras, no se funden en uno solo. Quizá, sea porque, tanto al Gobierno como al empresariado les satisface la comedia de la negociación laboral con dos fuerzas sindicales: los "agentes sociales". Aunque, ante la opinión pública, cada una de ellas es la clonación de la otra.

La vieja fórmula de política laboral de corte autoritario se intenta aplicar, ahora, para desinflar otros posibles conflictos. Solo, así, se explica la paradoja de que las decisiones del Gobierno cuenten con el apoyo de varios partidos, cuyos dirigentes no se sienten españoles.

En ambos casos, el algoritmo resultante es, decididamente, autoritario. Solo, que Franco no lo ocultaba y hasta presumía de su originalidad. Ahora, se disfraza todo lo posible; arduo empeño para el Gobierno más aciago de la historia contemporánea española. Empero, en una cosa ha conseguido ser el árbitro de la elegancia: en el manejo de las artes de la propaganda. Ha superado a Hitler. (En alemán, "propaganda" se dice "propaganda").

Ahora, se comprende lo mal que le ha sentado al Gobierno la decisión de una gran empresa de trasladar sus reales a Holanda. Seguirán más defecciones. El ideal sería que prosperaran algunos sindicatos no "monitorizados" por el Gobierno y el hecho de que las asociaciones empresariales y los sindicatos tuvieran más peso político. Desde luego, sería incompatible con el mantenimiento de las subvenciones y otras dádivas por parte del Gobierno. Claro, que tales deseos de una mente ociosa chocan con la realidad, pero yo me acomodo en el sector de la imaginación. Tampoco, creo que los empresarios sean los verdaderos creadores del empleo. Tal función se predica de la sociedad organizada, con ánimo de esfuerzo y la correspondiente capacidad productiva. Luego, cada empresa en particular dará empleo al menor número de trabajadores para lograr la productividad deseada. Este esquema no se suele aplicar al sector público, que es el gran empleador en España, con cierta prescindencia de los objetivos de productividad. Así, nos va. Para qué negarlo: somos una nación industrial fracasada. Menos mal que la acumulación cultural de las generaciones de españoles cuenta bastante en el mundo.

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