
La orden emitida por el Tribunal Penal Internacional contra Vladimir Putin es a todas luces prematura. Una de las muchas dificultades que tiene el Derecho Penal Internacional para perseguir los crímenes de los que se ocupa es que es necesario ganarles la guerra a quienes los cometen. Y la de Ucrania todavía no lo está. Es más, si el enemigo no se rinde incondicionalmente, no será fácil llevar ante los tribunales a los criminales. Y, si entre éstos se encuentra el jefe del Estado, será imposible hacerlo si el conflicto termina con una solución negociada. Por eso, cuando se emiten esta clase de órdenes antes de que las hostilidades terminen, con independencia de su procedencia moral, resultan ser un obstáculo para cualquier solución diplomática. Imaginemos que representantes ucranianos y rusos se sientan en Estambul a negociar la paz. La primera condición que pondrá la delegación rusa es el archivo de cualquier causa penal contra Putin, algo que no está en manos ucranianas conceder. Dicho de otra manera, como sólo llegan a ser condenados los perdedores, la persecución penal de Putin es para el presidente un poderoso aliciente para continuar luchando hasta lograr una victoria total. Y aunque ganaran los ucranianos recuperando incluso Crimea, ¿cómo llevarán ante el Tribunal Internacional a Putin y a los demás criminales rusos? La única esperanza residiría en un golpe de Estado en Moscú. Y de no producirse, ¿qué? ¿Cómo reanudar relaciones diplomáticas con un país cuyo presidente está en busca y captura en casi todo Occidente?
Pero este problema es una consecuencia lógica de la mera existencia del Tribunal Penal Internacional. Las atrocidades son tan evidentes que una corte encargada de perseguirlas no podía quedarse de brazos cruzados so pena de ser acusada de negligencia. Mucho menos sentido tiene, en cambio, que Estados Unidos se haya unido a la causa y su Fiscal General haya puesto al Departamento de Justicia al servicio de los ucranianos para reunir pruebas con las que poder condenar a Putin y a otros rusos ante el citado Tribunal. Merrick Garland ha nombrado a tal efecto a un veterano de la persecución de crímenes de guerra de la guerra de Yugoslavia famoso por haber descubierto el pasado nazi de Kurt Waldheim, ex secretario general de Naciones Unidas. Eli Rosenbaum ha aceptado el encargo con entusiasmo y es seguro que hará un meritorio trabajo ayudando a los ucranianos a reunir pruebas. El problema es que Estados Unidos no reconoce la jurisdicción del citado tribunal. Y no lo hace para evitar la probabilidad de verse obligado a entregar a algún ciudadano norteamericano para que sea juzgado por el mismo dada la gran cantidad de conflictos armados en los que se ve envuelto el ejército norteamericano. No es moralmente defendible colaborar plenamente para llevar ante el Tribunal a súbditos de otro país cuando no se está dispuesto a entregar a los propios. Por eso el Pentágono se niega a compartir inteligencia con estos fines. Y el Departamento de Justicia haría bien en imitarle. Sin embargo, lamentablemente, en estos tiempos de tanta hipocresía en Occidente, especialmente cuando gobierna la izquierda, nadie tiene interés en exigir coherencia moral.