
Las escuálidas manifestaciones de este Primero de Mayo no deberían inducir a minusvalorar el papel que van a desempeñar los sindicatos protagonistas en el campo de batalla electoral. La pérdida de capacidad de convocatoria de Comisiones y UGT, que viene de lejos, no está reñida con su capacidad de influencia. Su influencia está asegurada por el status institucional que mantienen, y que no se les ha dado a otros. No importa que cada vez representen a menos gente. Para su papel político basta y sobra con su condición oficial y virtual de representantes de los trabajadores. Tendrán protagonismo y su voz llegará a muchos más de los que representan realmente.
Todo lo que están diciendo concuerda a la perfección con los mensajes gubernamentales destinados a reorientar el perceptible descontento por la pérdida de poder adquisitivo. El Gobierno y los dos sindicatos han pactado ya un frente común. Un frente cuyo enemigo, vaya sorpresa, no está en La Moncloa. La primera operación de ilusionismo político que efectúan los jefes de Comisiones y UGT es hacer desaparecer al factor gubernamental del mapa reivindicativo. Cualquier reclamación tendrá que pasar por otra ventanilla. Y la segunda operación política de Álvarez y Sordo consiste en decir a qué ventanilla hay que ir a montarla. Tampoco será una sorpresa: está donde la patronal.
Adiós a las carantoñas de Yolanda a Garamendi cuando aquello del diálogo social de la pandemia. El buen rollo con la patronal se ha acabado. Alguien tiene que hacer de malo, y no puede ser el Gobierno. De aquí a las generales, España va a ser la Inglaterra de Dickens, el capitalismo salvaje de la primera Revolución Industrial, el país tercermundista donde los patronos se forran explotando a trabajadores que apenas cobran lo suficiente para su sustento. La consigna que repiten sindicatos y ministros al alimón de que "hay que repartir la riqueza" significa, además, que no hay un sistema tributario y mucho menos un sistema tributario progresivo. Lo curioso es que pintan a España como el peor de los mundos posibles para el trabajador y el mejor de los paraísos fiscales para el empresario, al mismo tiempo que descargan al Gobierno de cualquier responsabilidad en el estado de cosas. Pero no se desprecie el recorrido que pueden tener estas ficciones en un país donde hay mucho anticapitalista con el dinero ajeno.
Álvarez avisa a las patronales de que las movilizaciones se sabe cómo y cuándo empiezan, pero no se sabe cuándo y cómo acaban. En lo primero tiene razón. También se sabe que el cuándo y el cómo están determinados por el quién. Cosa distinta es que los dos sindicatos institucionales no actuasen como correas de transmisión. Pero ha ocurrido aquí tan pocas veces, que sólo queda la sombra del recuerdo.
