
Nuestras ideas, opiniones y modos de pensar no son algo aleatorio, por muy espontáneas que puedan parecer. En principio, se corresponden con nuestras circunstancias vitales (sexo, edad, posición social, cultura de pertenencia). Mas, la perfecta correspondencia no está escrita en ninguna parte. Los desvíos de nuestras opiniones siguen siendo un misterio.
Es fácil vaticinar que nuestras ideas son las que se aprecian en nuestro círculo de parientes, amigos, colegas, vecinos, etc. Pero, tal ecuación no suele ser completa y, además, posee un carácter circular poco convincente. Existe, también, la rebeldía del sujeto respecto a ese ideal convergente de nuestro círculo afectivo.
En ocasiones, sentimos la necesidad de ser originales, desviarnos un tanto de lo que se estila en nuestro ambiente. Lo que ocurre es que la completa originalidad no resulta muy cómoda. Se corre el peligro de que el sujeto sea orillado como excéntrico o fuera de sus cabales. Al final, las ideas de uno son más bien mostrencas; esto es, comunes a las de otras muchas personas. Es satisfactorio considerarse uno como libre o espontáneo, pero prima más la seguridad que proporciona el hecho de coincidir con mucha gente. Solo, los grandes artistas o creadores distinguidos se salvan del principio de "¿dónde va Vicente? Donde va la gente".
En definitiva, nuestras ideas sobre el mundo y sus diferentes contenidos tienen mucho que ver con la expectativa de las personas cercanas por el afecto. Es decir, pensamos o razonamos sobre los más diversos asuntos científicos, morales o políticos para agradar a otras personas que demandan tal correspondencia. Luego, lo podemos vestir con razonamientos lógicos y hasta matemáticos, pero, la procesión va por dentro.
Claro que no todo es tan inofensivo como parece. En algunos casos, se presenta la satisfacción de llevar la contraria a lo que impone la autoridad intelectual, ética o política. Empero, ese espíritu de insumisión a lo establecido no parece muy rentable. Me refiero, otra vez, al círculo de la parentela, los amigos, los colegas, etc. Pero, hay uno esencial y previo, que es la coherencia con lo que ha sido el sujeto mismo un tiempo atrás, es decir, las volutas de su biografía. Lo que nos importa es esa continuidad del personaje, que representa uno mismo, con todas las variaciones impuestas por el paso del tiempo. Por eso se dice "genio y figura hasta la sepultura". O, al menos, uno trata de acercarse a tal coherencia. Lo contrario se interpretaría como una especie de trastorno mental. Hay que evitarlo.
La forma de pensar más típica de nuestro tiempo es el progresismo woke. La palabreja no tiene traducción posible. Se desparrama en sus atrabiliarias creencias sobre el cambio climático, el feminismo desbocado, el ecologismo puritano y la agenda 2030, entre otras lindezas. La asunción de tales oscuras tesis se hace con tanta seguridad que parece una especie de decálogo de una religión sustitutiva, mundana. Sus defensores se saben en la verdad científica y moral, y desprecian a los que expresan dudas, tachándolos de "negativistas", una mezcla de herejes y desinformados. Asombra esa actitud de true believers (sectarios o fanáticos creyentes). En asuntos, teóricamente, tan discutibles, el progresismo los presenta como dogmas o axiomas. Es decir, no necesitan demostración; basta con su revelación a la minoría de iniciados. El haber investigado sobre un asunto confiere una especie de certificado de autenticidad. Como es natural, sobre ese particular no cabe un diálogo sereno, desapasionado. El progresista acaba aduciendo: o estás conmigo o estás contra mí. Resulta inquietante discutir con una persona que piensa de esa manera; se siente uno inferior.
