
En las encuestas realizadas durante el último año de su mandato, en todas, sin excepción, aproximadamente siete de cada diez barceloneses manifestaron que la gestión al frente del Ayuntamiento de la alcaldesa Colau había resultado mala o muy mala.Y cuando tienes al 70% en contra, lo normal en todas partes es perder por goleada. Pero en el País Petit las cosas resultan diferentes siempre. Así, Colau va a verse desahuciada de la Plaza de San Jaime por los pelos, solo por los pelos. Y la razón de esa inopinada resistencia suya hay que buscarla en la muy profunda división interna del bloque anticolauista hegemónico en la ciudad.
Desde que el funcionario municipal en comisión de servicios Pasqual Maragall i Mira se fijó en la transformación radical de Baltimore —una vieja metrópolis industrial reconvertida en parque temático turístico— como posible modelo durante el año sabático en USA que le pagó el último consistorio franquista, la capital de Cataluña iría transformándose poco a poco en un nuevo ecosistema político con tres partidos principales. Por un lado, el Partido de los Inquilinos, cuya base potencial está formada por el 40% de los residentes, los que viven de alquiler; por otro, el Partido de los Propietarios Inmobiliarios, que representa los intereses pecuniarios del restante 60% de la población local.
Y un tercero, el Partido del Turismo, fuerza que admite la doble militancia con el anterior y que, merced a los 12 millones de visitantes que recibe al año Barcelona, supone entre el 15% y cerca del 20% del PIB doméstico (calcularlo con precisión matemática resulta por entero imposible). El primero sostuvo a Colau; los otros dos, ansiaban echarla. Pero el anticolauismo era un gigante escindido entre los cuatro pigmeos de la derecha españolista (PP, Vox, Ciudadanos y Valents) y los tres aspirantes a monopolizar en exclusiva el frente de rechazo. Así, Collboni trató de desplazarse tanto a la derecha durante la campaña que hasta Vox lo tendría algo complicado para diferenciarse del cabeza de cartel del PSC. Buscaba robar apoyos a Trias, el favorito de la gente de orden y con dinero en la cartera; ese separatismo bienestante, burgués y discreto que tanto abunda en la plaza. A su vez, Trias escondió debajo de la cama la bandera estelada. Trataba de captar el voto del constitucionalismo castellanoparlante de derechas. Pero, en Cataluña, sigue sin haber trasvases entre las dos trincheras identitarias. Trias ha ganado, cierto, pero únicamente porque las bases del partido de los tenderos, la Esquerra, abandonaron a su propio candidato, Maragall, para apoyarle a él. El voto útil separatista es quien se ha impuesto al final en Barcelona. Poco que celebrar. Muy poco.