
Esto de la política remite a un ejercicio de ventriloquia consistente en convencer a los tuyos para que se molesten en ir a votar el día que toque y, al mismo tiempo, persuadir a los otros de que lo mejor es abstenerse. En el fondo, el asunto no tiene mayor misterio. Y el problema que arrostra la derecha de ámbito nacional consiste en que ahora no hay manera de que los otros se queden en casa. El 23 de julio, la derecha obtuvo un resultado muy bueno; tan bueno que cuesta trabajo imaginar que pueda mejorarlo de modo significativo en futuros comicios, toda vez que la movilización de su base alcanzó los límites que delimitan el máximo numérico de ese segmento ideológico.
En el campo de la derecha sociológica, por tanto, no va a haber ya mucho más que rascar de aquí en adelante. Algo que restringe las posibilidades de que el Partido Popular vuelva a pisar la Moncloa alguna vez a que se produzca alguna grieta en ese frente de rechazo que, y solo amparado en la lógica del mal menor, de nuevo volverá a investir presidente del Gobierno a Pedro Sánchez. Y como la Ley Electoral no se va a cambiar, porque nadie deroga una norma que le beneficie, el Partido Popular, como Lenin en el 17, se va a tener que interrogar por el qué hacer. Y lo que puede hacer, desengañémonos, solo son dos cosas.
Puede, primera opción, declarar la guerra expresa a Vox con el fin de empujar a los de Abascal hacia la definitiva marginalidad testimonial e irrelevante, empresa que no se antoja fácil. O, segunda opción, puede dar un volantazo estratégico de 180 grados y, al igual que hicieron los conservadores británicos con el Ukip, apropiarse de una parte de la retórica y los contenidos programáticos de Vox, en particular cuanto apele al sentimiento identitario español, para reconquistar su espacio sin que ello, y ahí viene lo más difícil, cierre puertas a acuerdos con PNV y otras hierbas periféricas. Eso o no mandar nunca.
