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Feijóo, por fin, entra en razón

Sentarse a hablar con los que juran que lo volverán a hacer hubiera legitimado la conducta de los que van a gobernar España abrazados a ellos.

Sentarse a hablar con los que juran que lo volverán a hacer hubiera legitimado la conducta de los que van a gobernar España abrazados a ellos.
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. | EFE

La distancia moral de origen que separa a Bildu y Junts per Catalunya resulta evidente a ojos de cualquiera dotado de un mínimo, elemental sentido de la decencia humana. Y para tratar de lo evidente no se justifica siquiera el pequeño esfuerzo de redactar tres breves párrafos en un artículo de prensa. Por eso no voy a referirme hoy a las diferencias éticas de raíz entre ellos, sino a las estrictamente políticas. Un ámbito de desacuerdo entre ambos soportes preferentes del futuro Gobierno, el político, en el que la discrepancia fundamental que singulariza a los de Otegi frente a los de Puigdemont remite al acatamiento y respeto, siquiera aparente, del orden legal constituido; siquiera aparente, subrayo.

Porque Bildu, al menos, ha manifestado de forma expresa su voluntad de someterse en lo sucesivo a las reglas del juego cuyas líneas generales están fijadas en el articulado de la Carta Magna. El partido de Puigdemont, por el contrario, ha manifestado su voluntad expresa, y de modo reiterado además, de seguir violando ese mismo orden legal en cuanto la coyuntura les posibilite retomar las maquinaciones sediciosas y subversivas desde las instituciones catalanas de autogobierno. En ese plano específico, Junts per Catalunya resulta mucho más indigno de ser admitido como un partido aceptable dentro de la conversación política general, muchísimo más que Bildu.

Alberto Núñez Feijóo, siendo todavía un joven y bisoño aspirante a político, incurrió en el error de tomar el sol a bordo de un yate al que nunca debió haberse subido; patinazo que le va a seguir persiguiendo hasta el final de su carrera. Y ahora, siendo un veterano profesional de la política profesional con un saco de trienios y sexenios a sus espaldas, ha estado a punto de cometer otro error grave. Porque sentarse a hablar de política —¿de qué otra cosa si no?— con el partido de los que juran que lo volverán a hacer, no sólo hubiera implicado legitimar a Puigdemont como interlocutor homologado sino algo mucho peor, a saber: legitima también la conducta de los que van a gobernar España abrazados a él. Algo tarde, sí, pero ha entrado en razón.

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