Cójase un veinteañero al azar. Cualquiera sirve para el experimento. Háblese un poco con él. No se tardará en advertir que su conocimiento de los dogmas de la modernidad rozará lo asombroso, y los repetirá uno detrás de otro sin pestañear: desde la ideología de género en todos sus detalles hasta los terrores climáticos pasando por la condena indignada de toda opinión que no encaje en el ideario progre que le ha sido enseñado como si fuera tan obvio como la ley de la gravedad. ¡Vayan preparándose ustedes para los inquisidorcitos que nos gobernarán en los próximos años!
Pero dediquen unos minutos a indagar sobre lo que conoce de todo lo demás. Da igual si es sobre geografía, historia, literatura, lengua o todo eso que antes se conocía como cultura general, ese conjunto de conocimientos que nos permite entender el mundo en el que vivimos y el camino histórico que nos ha conducido hasta aquí. Descubrirán que su cerebro es un insondable agujero negro. Para resumir: casi todos los alumnos de las aulas progres, lobotomizados por la LOGSE y normas sucesoras, lo ignoran todo. Y como lo ignoran todo, opinan con una falta de criterio que encoge el corazón. Aunque tampoco es cierto que lo ignoren todo, porque en algunos asuntos están bastante versados.
No podrán enumerar ni los continentes ni los océanos, dudarán entre el este y el oeste y no sabrán ubicar en el mapa prácticamente nada. Pero dominarán los ríos de sus respectivas regiones. No serán capaces de situar en el siglo adecuado a Julio César, Carlomagno, Colón, Napoleón o Lenin. De Miguel Ángel, Copérnico, Marco Polo o Tchaikovsky no sabrán decir si fueron guerreros, pintores o bailarines. Y, por supuesto, de Platón, Dante, Quevedo, Shakespeare, Molière, Goethe o Unamuno no habrán leído jamás ni una línea. Pero los jóvenes andaluces conocerán muy bien los dichos y hechos de Blas Infante; los vascos, los de Sabino y, por supuesto, las hazañas de los etarras; los catalanes, los de Companys; y los de las demás regiones, los de los personajillos locales que les haya tocado en suerte.
En cuanto a las deformaciones progres de la historia, sobre todo la de España, ésas las conocen muy bien: la beneficiosa invasión islámica que trajo la civilización a España, la lamentable reconquista que la sumió en el oscurantismo cristiano, el infausto descubrimiento de América que dio comienzo al genocidio de los indios, el atraso cultural de España en comparación con los países protestantes, el desgraciado 1808 que impidió la entrada de los aires renovadores de la guillotina y, por supuesto, la luminosa Segunda República destruida por los obispos, marqueses y espadones que se alzaron contra ella para acabar con la democracia. En fin, el error eterno de España, ese país deplorable en el que da pena vivir. No es extraño que tan baja autoestima nacional produzca tantos separatistas y tantos españoles de todas las generaciones a los que les importa poco la pervivencia o desaparición de España. Ni siquiera ante unas consecuencias prácticas sobre las que no han debido de pararse a pensar.
Y todo esto no se aprende solamente en las regiones gobernadas por separatistas, donde el lavado de cerebro obedece a su plan político, sino en todas las demás, puesto que la hispanofobia es el punto de intersección entre el separatismo y el izquierdismo. De ahí su alianza desde la Guerra Civil, alianza que volvemos a constatar en estos días de cooperación socialista-separatista para acabar con lo que queda de España.
El recientísimo dato de la OCDE sobre el liderazgo europeo de España en abandono escolar –el 27% no estudia después de cumplir los dieciséis– quizá sea, paradójicamente, una buena noticia. Para aprender bobadas y mentiras, mejor quedarse en casa. Ha pasado ya un siglo desde que, para regenerar España, Joaquín Costa recetara despensa, escuela y doble llave al sepulcro del Cid. Efectivamente, en la España de hoy, al igual que en la de entonces, sufrimos una desesperante carencia de buenos maestros. Aunque peor que dicha carencia es la sobreabundancia de maestros disolventes. Pero ni manteniéndose lejos de ellos se resolvería el problema ya que siempre nos quedarán los políticos, periodistas y otros bustos parlantes para contagiar su ignorancia a través de esa caja tonta que vierte su incesante mierda en los hogares españoles.
Terminemos con un dato agridulce. Agrio porque demuestra que la disolución es general en estos días finales de la civilización; y dulce porque al menos nos deja el consuelo de que los españoles no somos los únicos imbéciles. No crean que los disparates autodenigratorios de la leyenda negra son exclusivamente españoles por mucho que seamos los maestros insuperables de la asignatura. Porque eso que se llama pensamiento progresista se caracteriza en cualquier parte del mundo por el mismo resentimiento, la misma atracción por lo debilitante y el mismo odio por lo fortalecedor. Un ejemplo entre mil: hace un par de años el famoso periodista socialista francés Jean-Michel Apathie declaró que "el espíritu político francés está construido sobre el recuerdo de Luis XIV, Napoleón y el general de Gaulle. Si yo fuese presidente de la República, destruiría el palacio de Versalles con el fin de que ya no se pudiese ir allí en peregrinación para cultivar la grandeza de Francia".
Al menos en el país vecino se levantó cierta polvareda con el asunto, porque si en España, paraíso mundial del progresismo, alguien propusiese destruir la cueva de Covadonga, la tumba de los Reyes Católicos, el Escorial o el Valle de los Caídos, se celebraría por la gran mayoría como un merecido ajuste de cuentas con el eterno fascismo español. Porque nunca olviden que don Pelayo, Isabel y Fernando, Felipe II y Franco representan la misma e inmutable enfermedad española.