
Hace no tanto tiempo, en una España muy, muy lejana, existía un sistema ferroviario de corta distancia que permitía a los ciudadanos llegar a cualquier lugar de su villa cuando ellos decidieran. Un entramado de raíles, catenarias y trenes que trasladaban el trasero del currito promedio de ciudad dormitorio del sofá a la oficina y viceversa. Cuenta la leyenda que recibía el nombre de Cercanías.
De niño, cuando acompañaba a mi madre a Madrid, hacíamos trasbordo en El Tejar. Era un apeadero en las inmediaciones de El Pardo al que sólo se podía llegar en tren y servía de conexión entre las líneas C-7 y C-8. Sus horarios estaban perfectamente engranados: bajabas en el andén superior, ibas al inferior y rara vez esperabas más de cinco minutos. En la isleta central que los separaba, el edificio de viajeros albergaba una cafetería donde se vivía a más velocidad que fuera de sus paredes ovaladas: café magmático de un trago para no perder la conexión.
Años más tarde, subía al tren para ir a la facultad. Recuerdo esos inviernos camino de la estación, cuando aún no había amanecido, bajo los copos del cielo y sobre el crepitar de la nieve. Llegaba con la bufanda y el bigote humedecidos por el vaho, a ese edificio antiguo que aún permanece en pie desde su inauguración en 1964. Una puerta de madera verde daba acceso al vestíbulo. Otra, siempre cerrada, a un pequeño zaguán y unas escaleras. Con el tiempo, y tras fijarme en que al otro lado del edificio resplandecía un jardín en su terraza, me percaté de que una pareja vivía allí –y aún sigue haciéndolo, aunque eso es otra historia–.
Este realismo mágico madrileño me hace recordar que los Cercanías funcionaban y hacían honor a su nombre. Fíjense si eran puntuales que cuando el menda empezó en esto de la pluma, abrió un blog titulado El expreso de las ocho y media porque no había día que el tren faltara a su cita con el andén a dicha hora, tanto al amanecer como al anochecer. Sin embargo, la magia parece cosa de juventud y con los años se impone esa cansina sensación de que todo se va lenta e inexorablemente al garete. Ahora que el sentido común escasea y existen personajes dedicados a vender humo y soltar el mayor número de obviedades en el menor tiempo posible –coach, se hacen llamar–, hay una frase que suelen repetir y encierra una gran verdad: lo que no mejora, empeora.
Debieron pensar que la inercia mantendría la máquina engrasada. Años después, de vuelta a la capital, quise coger de nuevo ese mágico tren que me llevara hasta la ciudad y a esos años felices. Los horarios habían mutado en quinielas y cada mañana echaba raíces en el andén. Cuando el tren ni asomaba por el tablón de anuncios y preguntaba por él, el abnegado trabajador de turno –ay, qué bien vivís algunos a costa de lo público, bribonzuelos– miraba la web de Renfe y cantaba los mismos horarios que veía en la pantalla de mi móvil. Quedaba el consuelo de su administrador en redes sociales, explicando los horarios en los que uno puede subir la bicicleta, cómo meter a los perritos en el bolso de mano para que no molesten y el orden de la cesión de asientos al colectivo afectado de turno. Fue una lástima no poder poner en práctica sus enseñanzas porque pasaba más tiempo en el andén que en el tren. Al final, la realidad se impuso y abracé la comodidad del diésel.
El Transiberiano llega a la capital antes que cualquier otro tren desde Extremadura, y las líneas C-4 y C-5 van por el mismo camino, dejando día tras día en la cuneta a medio Parla y Fuenlabrada. Chamartín y Atocha han colapsado varios días este verano, con algunas averías en momentos clave, como aquella en la línea Valencia-Madrid justo el día de las elecciones, cuando miles volvían a casa para votar –el PSOE y las casualidades desafortunadas, pareja de moda en España–. El Gobierno no sólo se limita a esperar que escampe como quien ve la tormenta tras el cristal, sino que sale veloz al contraataque como el Madrid de Mourinho. Quizá no se acuerden porque todo pasa demasiado rápido, pero fíjense si el relato cala en el imaginario colectivo que el Gobierno de la Comunidad de Madrid tuvo que realizar un serio ejercicio de concienciación social para aclarar que el Cercanías era competencia del gobierno central y no suya, porque desde Ferraz ya disparaban balas de fogueo contra el ejecutivo autonómico. Si han hecho pasar a Rubiales, machirulo opresor del reino, hijo de un exalcalde de Motril del PSOE y apesebrado del régimen socialista, por un voxero fascista –el pasado martes se refirieron a Óscar Puente como "el Rubiales de la izquierda"–, ¿qué no conseguirán con unos trenes?
Sería mejor que el Gobierno fuera honesto y, utilizando su dilatada experiencia en marketing democrático, cambiara el nombre de estas empresas para que los ciudadanos supiéramos a qué atenernos: si el Lejanías deja de pertenecer a Renfe para ser propiedad de Tenfe, seguiremos peor que hace unos años, pero con la verdad por delante, que en estos días se agradece.
