
El proceso independentistas catalán de 2017 concluyó con un palmario fracaso de los insurgentes no por la gallardía, más bien escasa, que durante sus largas vísperas acreditó el Gobierno de Mariano Rajoy; como tampoco por la muy discutible fortaleza demostrada por el resto de las las instituciones del Estado en el instante de su consumación final. Y, seamos sinceros, el célebre discurso televisivo del Rey aquella noche igualmente hubiera resultado inane a efectos de frenar la asonada si el grueso de la sociedad catalana se hubiera alineado con las autoridades rebeldes de la Generalitat.
Desengáñense los que todavía se quieran engañar, nada de todo eso hubiese valido para evitar la secesión de Cataluña si la mitad de los habitantes de ese territorio no nos hubiésemos puesto en contra de la insurrección. Pero lo hicimos. Y por eso perdieron. Por lo demás, aquella revuelta hablaba en catalán, mientras que la contrarrevuelta que la abortó lo hacía en castellano. Es algo que no se suele decir en voz muy alta, pero todos sabemos. Y es que no se trata de un dato anecdótico ni menor. Bien al contrario, es el dato fundamental que lo explica todo. Y que no solo lo explica todo ahora, sino que también va a seguir siendo el dato que lo explique todo en los próximos decenios.
De ahí mi obsesión recurrente por analizar los números del padrón municipal de Barcelona cada mes de enero, cuando se publican sus modificaciones anuales. Así, he descubierto en el que acaba de salir que 6 de cada 10 barceloneses de edades comprendidas entre los 25 y 39 años, los jóvenes llamados a tomar muy pronto las riendas de la ciudad, nacieron fuera de España. Sí, el 60% del grupo de población que más cuenta para todo. Que más cuenta y que más contará. Sobre todo, considerando que su ritmo de crecimiento, el de esa cohorte con origen extranjero, es de un 2% anual. Lo que implica que supondrán el 70% de la Barcelona más joven y en edad de procrear hacia 2033. Era una guerra demográfica y ya la han perdido.
