
El primer argumento se resume en que cualquier empresa debería ser libre para ligar o desligar su imagen a la del personaje público que desee, en el momento en el que lo desee y por las razones que desee. Faltaría más. Por eso cuando un actor, o escritor, o cantante es acusado —que no condenado— de algún delito imperdonablemente machista —en esto la cosa varía entre la gravedad extrema del maltrato hasta la gravedad impostada, yo qué sé, del comentario grimoso— el debate no se centra tanto en que las empresas que prescinden de sus servicios le hayan "censurado", palabra cuyo significado acabará cambiando a fuerza de usarla mal, sino en que hayan sucumbido a la presión irracional de una manada de indignados a los que poco les importa la verdad mientras puedan comulgar conjuntamente de la pureza que emana de la milenaria caza del pecador.
El segundo argumento, convincente por otros motivos, es que la moralidad de los personajes públicos debería ser irrelevante a la hora de valorar su trabajo. Uno puede apalear focas bebé en sus ratos libres y pintar tremendamente al mismo tiempo, suele decirse. A mí me gusta ver películas tremendas independientemente de que quien las protagonice se alimente de corazones de unicornio. No hablemos ya de si lo que hace esa persona condenable es escribir libros tremendos y su pecado es pensar de forma diferente a como debe pensar toda la gente. A ese, por favor, recomiéndenmelo.
En fin. En el espacio ambiguo que separa ambos argumentos es donde crecen los malentendidos. Hoy es fácil detectar las incoherencias evidentes de quienes, habiendo exigido o celebrado penas de ostracismo para otras personas "incorrectas", salen de pronto a reivindicar la libertad de expresión de Itziar Ituño y nos alertan angustiados del peligro radical que supone que alguien pueda perder empleos y salarios por el mero hecho de haberse salido del guion. Lo interesante no es eso. Lo interesante es analizar los falsos juegos de espejos que algunos han utilizado para contraponer, a esta, otra supuesta incoherencia: la de quienes no han salido a defender a Ituño.
Se acogen a comparaciones engañosas. La actriz de La Casa de Papel que apareció hace unos días en una manifestación en Bilbao pidiendo la liberación de presos etarras bajo el lema "Llaves para la resolución" no es comparable con ningún farandulero despistado que se haya atrevido a soltar cosas como que la diferenciación de sexos es una cuestión biológica. Tampoco con ningún actor que haya sido acusado de violación sin más pruebas que las declaraciones de la denunciante. Para que la comparación fuese verdaderamente justa, habría que encontrar a una persona que defienda abiertamente la liberación de un violador orgulloso de serlo; de un violador que no sólo no se arrepienta de sus crímenes sino que siga sin colaborar con la Justicia para esclarecerlos. Yo qué sé. También valdría alguien que considere que la víctima del Caso Marta del Castillo fue Miguel Carcaño.
De esa persona, si la hubiese, podremos decir que tiene derecho a sostener lo que le venga en gana. Podremos oponernos a boicots contra su nombre y alertar de los peligros que encierra siempre la justicia popular cuando se desata. Podremos argumentar, de todas formas, que entendemos que existan marcas que ya no quieran colaborar con ella. Y decir, al mismo tiempo, que nos parece una persona despreciable. Lo que desde luego no diremos es que es valiente y honorable, un ejemplo de moralidad intachable y un faro de luz contra la censura reaccionaria. La defensa de la libertad de expresión tiene estas cosas. Practicarla no significa aplaudir a quien la ejerce.
