
En muy pocas ocasiones, tan pocas que yo no recuerdo ahora ninguna, se habrá producido en Cataluña una unanimidad tan absoluta —y tan absurda— como la surgida a propósito del rechazo a la absorción del Banco de Sabadell por parte del BBVA. Todos están en contra, desde el PP y Junts per Catalunya hasta la Esquerra, el PSC, los Comunes o la CUP. Y es que todos, sin excepción, postulan por encima de cualquier otro criterio alternativo (verbigracia que los accionistas del Sabadell vendan los títulos de su exclusiva propiedad a quien a ellos les dé la real gana), garantizar a toda costa la "catalanidad" del banco.
Por lo visto, todavía nadie les ha explicado que el principal propietario del que ellos creen catalanísimo Banco de Sabadell resulta ser un célebre fondo de inversión norteamericano que responde por Black Rock. Y por cierto, Black Rock también es, oh sorpresa, el principal accionista del BBVA. En estricta lógica, pues, tras ese ridículo alboroto entre patriotero y provinciano que andan montando en Barcelona a cuenta de la OPA, lo que en verdad subyace es una operación de canibalismo financiero en la que Black Rock quiere comprarle un trozo de sí mismo a Black Rock. Ocurre que aquí, en la sala de máquinas del País Petit, tenemos al mando a una engreída cofradía de paletos convencida de que el capitalismo es una cosa que rige exclusivamente dentro de los límites administrativos de las cuatro provincias que integran la demarcación.
Con Black Rock vamos a concluir ahora la misma campaña doméstica que tuvimos que empezar por culpa de otro rock anglosajón, el Hard Rock de Tarragona, ese casino gigante promovido por la tribu de los indios seminolas cuya licencia de apertura forzó adelanto electoral. Ante nosotros, pues, una nación de chichinabo en la que la tropa local dedica las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año a hablar de soberanía e independencia, pero en la que quienes cortan el bacalao son dos viejos rockeros yanquis: Hard Rock y Black Rock.
