
En Francia ha ganado la derecha conservadora (llamarla extrema derecha es ridículo) y han perdido la derecha liberal y la izquierda socialdemócrata y socialista. Como en el caso del Brexit, creo que es sobre todo una respuesta patriótica (los perdedores no pueden entenderlo por sus anteojeras antirrealidad).
La bandera francesa y la Marsellesa solo pertenecen ya a la derecha conservadora francesa. Y no es que los conservadores se hayan apropiado de bandera e himno, sino que el resto desprecia el patriotismo, cuando no lo odian. Son "modernos", "cosmopolitas" y escuchan rap y a Taylor Swift en lugar de la chanson y a Françoise Hardy. Como señalé en el caso del apoyo de Mbappé a Macron, ¿quién si no el partido de Marine Le Pen apoya los tradicionales valores republicanos franceses de la libertad, la igualdad y la fraternidad, desde la atalaya conservadora, en lugar del paradigma anglosajón woke de la diversidad, la tolerancia y el respeto (que en realidad está compuesto de uniformidad de necios, intolerancia de resentidos e irrespeto de malnacidos)?
Hubo un tiempo en el que todo el mundo a izquierda y derecha era patriota, de Azaña a Kennedy, de Gil Robles a De Gaulle. Sin embargo, el internacionalismo socialista consideró que la idea de patria era un constructo burgués. Y la derecha liberal, que hablaba idiomas, se consideraba por encima de provincianismos. Gente que viaja a Nueva York como si fuese la Meca pero no han pisado Yuste, que además no sabe por dónde cae.
Por supuesto, cabe escuchar jazz y pasodobles. Visitar el Reina Sofía y las Ventas. Comer un menú 3 estrellas Michelín y un cocido en el Rastro. Ser feminista liberal y hablar un español normal. No digamos pisar Manhattan y Cuacos de Yuste. Pero la supuesta élite intelectual-periodística-académica-política, en Francia como en España, es tan acomplejada como esnob, apuntándose a cualquier moda que minusvalore o denigre lo francés y lo español. En definitiva, lo patrio, que asimilan con simpleza pseudoilustrada al nacionalismo. Para nuestro caso, ¿la Reconquista? Un mito. ¿España? Un invento del siglo XIX. ¿La Conquista de América? Un genocidio. ¿La Transición? Franquismo puro y duro.
En España se puede comprobar en los institutos, donde los alumnos cuelgan espontáneamente banderas de España tamaño Plaza de Colón, para soponcio de sus profesores progres, directivas que hablan inclusivinés y demás "boomers" turistas de la bohemia burguesa (bobos por "bourgeois bohemian" ) made in Ikea, el New Yorker y suplementos "culturales" para mujeres, "foodies" y demás inventos de la industria del entretenimiento para culturetas.
Le Pen vende un sentido de la identidad nacional porque en Francia se ha pitado la Marsellesa en campos de fútbol. Como si fuese una vulgar final de la Copa del Rey en España entre el Bilbao y el Barcelona. Y donde hay inmigrantes que desafían el valor republicano de la laicidad. Como liberal no puedo estar contento, pero si algo me repele en la vida es la estupidez de los míos, esa clase burguesa encantada de haberse conocido y que desprecia y abandona a las clases populares, tachándolas de bárbaras por amar su país, sus tradiciones y su cultura.
Le Pen se atreve a decir lo que incluso en la izquierda piensan pero callan. En los institutos de España cada vez hay más alumnas con velo a las que se les concede el privilegio espurio de estar con la cabeza cubierta en clase, a diferencia de raperos con gorra, vascos con txapela y buzos con escafandra. Y crece como la espuma el número de alumnos que se declaran trans sin que nadie diga una palabra, a pesar de escándalos como el de la clínica Tavistock en Londres, no vaya a ser que el gobierno negacionista de la psiquiatría y la neurología de Pedro Sánchez los emplumen por decir que la hierba es verde, 2+2=4, la Tierra es esférica y una mujer es una mujer.
La gente vota tanto a la derecha conservadora porque están hartos de la hipocresía, la doble moral y el doble lenguaje de la izquierda, que la derecha acongojada ha copiado por una combinación de irrelevancia intelectual y falta de coraje político. Lo advirtió Jonathan Haidt hace años:
Muchas de las personas —académicos, escritores, intelectuales— que están alzando la voz contra la nueva marea censora provienen precisamente del liberalismo, en el sentido americano del término. Y están recibiendo críticas feroces de sus supuestos correligionarios. Los llaman de todo: machistas, homófobos, islamófobos, traidores. El resultado es que muchos de ellos se sienten alienados y acaban votando contra la izquierda.
Votaron a favor de Trump y votarán a favor del partido de Marine Le Pen. Pero porque votan en contra de cualquier partido a su izquierda hartos de tipos tan abyectos como Zapatero, al que el mismísimo Felipe González ha denunciado por hacer lobby a favor de los peores dictadores latinoamericanos, pero sin que se le caiga de la boca todo tipo de expresiones rimbombantes a favor del diálogo y la paz. La clase política encaramada en el statu quo dice que el típico votante de Le Pen vota por odio a los inmigrantes, las mujeres y los homosexuales. Pero a quien realmente odia es a los sepulcros blanqueados que tratan de convencerle de que pagar impuestos es maravilloso y solidario mientras parasitan el Estado de Bienestar y el presupuesto público. A quien realmente detesta es a los socialistas de todos los partidos que imponen medidas económicas y sociales que destruyen el tejido económico, hipotecan a las futuras generaciones, desprotegen especialmente a las mujeres y los niños y elimina cualquier noción razonable de verdad, dejándonos a los pies de negacionistas, supersticiosos y acomodaticios irresponsables.