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Un año más de Sánchez: de la dictadura personal al despotismo conyugal

España sólo sería un Estado de derecho si se abstuviera de juzgar a su mujer, o sea, de juzgarlo a él, fiador de su virtud.

España sólo sería un Estado de derecho si se abstuviera de juzgar a su mujer, o sea, de juzgarlo a él, fiador de su virtud.
Pedro Sánchez y Begoña Gómez en un mitin el pasado verano. | Europa Press

Muchos análisis se han hecho al cumplirse el primer año de la II legislatura de Sánchez en el poder, y casi todos abundan en señalar la inestabilidad del Gobierno como rasgo definitorio. Y el mejor ejemplo fue la doble derrota parlamentaria sobre el techo de gasto y la ley de Extranjería, a manos del partido de Puigdemont, a quien las revelaciones sobre su sumisión a Moscú nos obligan a rebautizarlo Putimón.

Sólo a esta pandilla de cursis traidores se le ocurre pedir al genocida del Kremlin que financie la finalización de las obras de la Sagrada Familia para que las inaugure el Papa. Más fácil lo último que lo primero. Pero, ya puestos, y si les sobra dinero después de masacrar a tantos ucranianos, podían pagar las del Nou Camp, que cada vez se parecen más a las de la Sagrada Familia. Sinceramente, me asombra que Alfonso no se haya acordado de las obras del campo de Laporta, que si no llega a parecer camposanto es por su semejanza con un vertedero industrial. Pero entiendo que, para la Superliga, hasta un palitroque muerto viene bien.

La debilidad de estar profundamente enamorado

Si la doble derrota con que Sánchez celebró su aniversario pareció peor de lo que era, se debe a las muchas plumas que se ha dejado en la gatera en los últimos meses el inquilino de la Moncloa, ese "hombre profundamente enamorado", en sus propias palabras, de una imputada por varios delitos. Y no por haberse casado mal, o desconocer las andanzas de su señora, sino porque todos los delitos que se imputan a su señora los ha cometido él. La única influencia con que ha podido traficar Begoña en estos últimos cinco años es la de estar casada con el presidente del Gobierno. Ni uno sólo de los vehementes indicios que han llevado al juez Peinado a llamarla a declarar como imputada tiene otro agarradero que su condición conyugal.

Es tan escandaloso el trasiego de fondos públicos a bolsillos privados, siempre los mismos, pasando por su marido, que Begoña ha dado al juez como lugar de trabajo, repito, lugar de trabajo, el palacio de la Moncloa. Un poco más y dice "la alcoba conyugal". O la cocina, rodillo incluido.

¿Qué efectos deletéreos ha producido en el comportamiento político del presidente su enamorada condición? La de tratar los problemas de Begoña como asuntos de Estado, haberla convertido en institución y señalar los descalabros de su imagen personal como atentados contra la democracia. Y, por tanto, que sólo los enemigos de la Libertad podían atacar a su símbolo.

Lo que pasa es que ni Begoña es un símbolo de la libertad, ni tiene rango de institución como cónyuge del presidente del Gobierno —de hecho, Sánchez se ha negado a debatir en las Cortes ese estatuto, como pide casi toda la Oposición—, ni tampoco ha demostrado ser capaz de afrontar un juicio como millones de españoles hacen una o varias veces en la vida. Sus dos comparecencias ante el juez Peinado han supuesto escandalosos alardes bolivarianos de la policía de Marlaska, con la rendición de la decana de los juzgados de Plaza de Castilla.

María Jesús del Barco, que le dejó entrar por el garaje, pero no evitó atropellos como la expulsión de los periodistas de la puerta por la que no iba a pasar. Todo el aparato del Estado se puso a los pies de la "presidenta" en el Gobierno. ¡Para, al final, decir "no diré nada"!

Un abogado de Sánchez, no de Begoña

El desgaste de Sánchez en todo este asunto ha radicado precisamente en la identificación de la suerte de su señora con la suya, y no como marido sino como presidente del Gobierno. Desde la grotesca carta a la ciudadanía y los cinco días de meditación, en los que más tarde confesó que no meditó nada, Sánchez puso todos los resortes de poder a su alcance, legales o no, al servicio de una apuesta: si Begoña es juzgada, la culpa es del juzgador o del juicio mismo. ¿Y por qué? Muchos ciudadanos son llamados a declarar como testigos o imputados y de eso no se deduce que sean culpables, sino que hay una denuncia y el juez cree que hay que investigar lo denunciado. No menos, pero tampoco más. Si llega a juicio, habrá que ver la sentencia, y, si es condenatoria, cabe recurrir esa condena en instancias judiciales superiores, tanto españolas como europeas. ¡Será por garantías!

¿A qué viene, entonces, una estrategia procesal que se lo juega todo a descalificar radicalmente al juez ante la sociedad, acusándolo de prevaricar, cuando la opinión pública está viendo a diario pruebas y más pruebas acusatorias? Desde su primera epístola a los adefesios, Sánchez se empeña en identificar la responsabilidad de Begoña con la suya propia. España sólo sería un Estado de derecho si se abstuviera de juzgar a su mujer, o sea, de juzgarlo a él, fiador de su virtud. Pero, así, él se convierte en cómplice de los posibles delitos pasados y de los obstáculos que encuentre la Justicia, o sea, que ponga él para no pagar por los delitos de ambos. Y a esa ruleta rusa lo ha apostado todo: la inocencia de su mujer y la decencia de su Gobierno. El resultado es que su señora parece culpable; y él, más culpable todavía.

La tesis brillantemente sostenida en LD por Emilio Campmany es que el error básico en esta estrategia de defensa es que el abogado no lo ha sido de Begoña, sino de Sánchez, y eso sólo puede ser, está siendo, malo para ella. Rigurosamente cierto.

Pero, ¿puede un proyecto de dictadura personal, como el que revelan la sentencia del Constitucional amnistiando a los condenados de los ERE o el comportamiento del fiscal general del Estado, tras la revelación de secretos en el caso que le montó al novio de Ayuso o en su empeño en desafiar las sentencias del Supremo, insistiendo en la cacicada en favor de Dolores Delgado, renunciar al despotismo conyugal?

La respuesta, evidentemente, es no. El narcisismo patológico no distingue lo íntimo de lo propio. Sobre todo, cuando todo lo propio se ha volcado en apropiarse de todo lo ajeno. Estamos ante un caso de robo al por mayor. Y para el que se atreve a asaltar el Estado, estas raterías sólo son menudencias.

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