Es tiempo de reflexión para el baloncesto masculino español, que difícilmente sacará de este verano de 2024 un recuerdo positivo, posiblemente a diferencia del femenino.
Comenzando por la punta de la pirámide, a este que habla le parecería tremendamente injusto calificar con un suspenso a la selección absoluta a su paso por los Juegos Olímpicos. Si todos más o menos conveníamos en que España había caído en un grupo durísimo y que el talento y el físico del equipo nacional en poco tiene que ver con el conocido hasta no hace tanto, lo cierto es que el desempeño de los de Scariolo ha sido, como poco, correcto en París.
Claro, el asunto es que un rendimiento de aprobado, y de notable por momentos, ya no da. No hace tanto que España podía empezar los campeonatos sin saber prácticamente todavía en qué ciudad estaba y acabar ganándolos o al menos llegando muy lejos. Quién no se acuerda, por ejemplo, de aquel partido en Polonia 2009, ante Gran Bretaña, en el que Nate Reinking parecía Steph Curry apenas diez días antes de que España se colgara su primer oro europeo. Los tres Eurobasket ganados ese año, en 2011 y 2015 responden a ese patrón, como las medallas olímpicas de 2008 y 2016. Pero eso se ha acabado, me temo.
Esta España actual, al menos en este periodo de entreguerras, es mucho más parecida a la de los noventa. Una en la que cada partido era una batalla sin cuartel para ocultar que nuestro talento y tamaño, no pocas veces, eran inferiores a los del rival. Aquellos años en los que alcanzar una semifinal era un exitazo de portada en telediarios y periódicos, hasta que en 2001 comenzó esa extensísima burbuja en la que vivimos durante dos décadas.
Esta ya no es nunca más aquella España. Puede mantener algunos ideales y hasta formas de trabajo, pero a este equipo nacional le vuelve a tocar bajar al barro, sufrir como perros para casi cada triunfo y asumir que andando ya España no le gana a casi nadie, como sorprendentemente sucedía no hace tanto porque esos doce tíos de rojigualda eran realmente buenos. Por eso, el balance de los Juegos no puede ser negativo. La espina clavada será sin duda el mal inicio ante Australia, que acabó hipotecando ese partido que a la postre ha echado a España del torneo por el basket average final en un triple empate con los aussies y Grecia. En una cita tan corta, a tres partidos, regalar esos minutos ha resultado ser pecado mortal. Pero ante Grecia y Canadá, muy poco que objetar. España venció a los helenos y llevó al último instante a un equipo al que nadie extrañaría ver con una medalla el próximo sábado.
El equipo de Scariolo ha demostrado que el corazón lo sigue manteniendo. En el último baile del ya histórico Rudy Fernández, Santi Aldama ha dado otro paso más hacia ser el líder ofensivo de España durante unos años, Sergio Llull ha vuelto a demostrar que es una máquina competitiva como pocas ha habido en este país y, entre los más terrenales, los 'minutazos' de Darío Brizuela y Jaime Pradilla en la segunda parte frente a Canadá son gloria para valorar que la clase media española puede seguir siendo productiva.
Quizá el mayor lunar en París han sido Lorenzo Brown y Juancho Hernangómez, ambos tocados físicamente antes del torneo y que lo cierto es que han rendido muy por debajo de su potencial en la cita olímpica. Factor crucial este para un equipo no sobrado de talento. Del resto, no se me ocurre ninguno que haya estado lejísimos del nivel esperable.
El balance es que probablemente España ha estado muy próxima a su techo. Por ello, cabría asumir dos cosas: la primera es reiterar que ese techo está mucho más abajo que en casas previas. La segunda, que hay poco que reprochar a lo hecho desde el banquillo y que Sergio Scariolo sigue siendo la persona apropiada para sentarse en él. Eso sí, reconozco que yo tampoco entendí que ese último tiempo muerto frente a Canadá se pidiera antes y no después de los tiros libres del demonio Gilgeous-Alexander, pues pedirlo después hubiera permitido sacar en pista delantera. Hay teorías que defienden otra postura, pedir el tiempo antes, como hizo Scariolo. En esto no hay verdades absolutas, pero la posición de un servidor en ese sentido es que el tiempo muerto hubo que pedirlo después.
Dicho esto, seguramente lo más preocupante del verano no sea una selección absoluta que ha competido con honores ante rivales de enjundia y, que, con un pelín más de suerte ante Canadá, hoy podría ser perfectamente primera de grupo y estar pensando en que, por qué no, una semifinal olímpica era posible. Este verano toca mirar a lo que viene por detrás, porque si en años previos hemos sacado pecho, cómo no, de las categorías inferiores, en este hay que mostrarse preocupados. Y no desde luego por los resultados, por no haber logrado ni una medalla, a expensas del europeo sub16 que arranca el viernes en Grecia, sino mucho más por una cuestión de señales. Porque en el Eurobasket sub20, y pese a perder en cuartos con triple in extremis sobre la bocina ante Francia, parte del armazón de esa, sin duda buena generación, no ha mostrado una gran evolución respeto a veranos previos. Ver a Lucas Langarita o Conrad Martínez sin la chispa de antaño, o a Aday Mara con dificultades para competir al nivel que ya le hemos visto antes, debe llevar a la reflexión donde corresponda.
Además, esta semana se ha celebrado en Támpere, Finlandia, el europeo sub 18, en el que un servidor ha estado presente, y en el que lo visto es también peliagudo. España ha apostado por jugar casi exclusivamente para dos jugadores, supertalentos eso sí, como Hugo González y Mario Saint-Supery, pero el resto del equipo casi en ningún momento ha podido ser productivo. Obviamente hay generaciones y generaciones, pero nadie, ni siquiera González y Saint Supery, han podido salir mínimamente contentos de tierras finesas, donde España se ha quedado fuera de la próxima Copa del Mundo u19 y ha rozado incluso el descenso a la división B, lo que hubiera sido una noticia absolutamente nefasta que, al menos, los de Javi Zamora han evitado a última hora ganando a Croacia.
Todo esto se produce en un contexto en el que el jugador español, como viene denunciando el propio Sergio Scariolo, cada vez tiene menos peso en la Liga Endesa, y en el que da escalofríos pensar qué podría haber sido de España sin, por ejemplo, los arreones competitivos de Sergio Llull en determinados momentos en los Juegos en los que el balear tocó a rebato para salir al rescate. Un Llull que, por cierto, no estará en la próxima cita olímpica salvo que alguien lo criogenice en próximas semanas, cosa harto compleja de imaginar. Además, la NCAA fagocita absolutamente todo el gran talento europeo, pues la aventura americana ha dejado de ser una propuesta romántica justificada en entrenar, estudiar y aprender inglés, para pasar a ser una descomunal fuente de ingresos para chavales de entre 18 y 22 años a los que prácticamente en ningún caso un club español podrá pagarles una cifra ni remotamente cercana a lo que le van a dar por estudiar y jugar en el país de las barras y las estrellas. Toca hilar muy fino a nivel ACB, federativo y, también por qué no decirlo, a nivel de aquellas personas, agentes o familiares, que deban decidir el futuro de los jóvenes talentos que vayan emergiendo. En ese sentido, me pregunto si hay que mirar solo por el dinero a la hora elegir universidad, o es necesario apostar por el sitio correcto para la formación del jugador. Me acuerdo ahora de Santi Aldama, que eligió Loyola-Maryland, una universidad en Baltimore, lejos de las principales del país, pero en la que fue importante desde el primer día que llegó. Y os gustará más o menos su estilo de juego, pero los resultados saltan a la vista a los 23 años del canario.
Estamos en un momento crítico para el baloncesto español, en el que la vieja guardia de la selección prácticamente toca a su fin y en el que buena parte del relevo pasa por una situación en la que desde luego no se puede decir que hayamos visto razones para pensar que muchos de nuestros jóvenes son mejores que hace un año.
Liga, federación, clubes, agentes, entrenadores… gentes del baloncesto. Siéntense y hablen, que esto puede ser un punto de inflexión. Yo, lo reconozco, no tengo la solución, pero sí empiezo a detectar el problema que se nos avecina. Ayuden de algún modo a los jóvenes a evolucionar… o el futuro de la selección se puede presentar realmente turbio si no aparece otra generación de supernovas como la nacida en 1980. Pero claro, eso es algo que, esperemos que no, podría ser como el Cometa Halley.
Hagan algo, que estamos a tiempo y, desde luego, merecerá la pena.