Mucho antes de que existiesen las redes sociales y YouTube, Andy Warhol predijo la definitiva democratización universal de la fama para así ponerla al alcance de todos los don nadie de la Tierra. Cualquier mindundi —profetizó— tendría bien pronto acceso a sus 15 minutos de gloria global. Warhol, en los sesenta y desde tan lejos de aquí como Nueva York, fue el primero en ver venir a los Puigdemont de esta nueva era de la idiotez exhibicionista. Si bien los 15 minutos al alcance del común se han convertido en casi 15 años en el caso del Payés Errante.
Hay un dato biográfico que resulta decisivo para comprender la peculiar psicología narcisista de ese hombre-orquesta. Puigdemont es periodista. Y los periodistas piensan —y actúan— como periodistas. El periodismo es un oficio que, por la propia naturaleza efímera de su material de trabajo, remite de modo exclusivo y excluyente a lo inmediato. Así, para Puigdemont, como buen periodista, la única realidad que cuenta son los titulares de portada en los periódicos de mañana. Y de ahí su incontinente adicción al espectáculo escénico, a la teatralidad gestual sobreactuada por encima de cualquier consideración mínimamente reflexiva.
Otro narciso de manual, el presidente Sánchez, aterrizó en la Moncloa pensando que él iba a ser quien resolviese el gran problema crónico catalán, sin entender que el problema catalán resulta que ya lo ha solucionado, y para siempre, la demografía. No otra es la razón explicativa de ese concierto que viene, un precio desmesurado que a todas luces nadie pagaría por el hombre del traje gris, Salvador Illa. Sánchez no ha querido comprar a precio de oro un sillón para ese triste de Illa, sino un altar en la Historia de España para sí mismo. Y por eso les ha concedido el supremo sueño húmedo del catalanismo desde su origen mismo en el XIX: no pagar. Un hito triunfal frente al que Puigdemont nada podrá hacer, absolutamente nada. Dentro de un par de meses, a lo sumo tres, ya solo será un juguete roto y olvidado por todos. Otro más. Sic transit…