El bochornoso episodio de la no detención del delincuente Puigdemont es un ataque del Gobierno y de esa excrecencia redundante que es la Generalidad catalana al Estado de derecho, una burla de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, una vulneración intolerable de la separación de poderes y una evidencia más del sesgo totalitario, irresponsable y cretino del Ejecutivo que preside Pedro Sánchez.
El prófugo más famoso de España, siete años dando tumbos por media Europa, se presenta en el centro de Barcelona, suelta una arenga y se larga sin que nadie entorpezca su segunda fuga. Pero no sólo es eso. Es que Puigdemont había anunciado dónde y a qué hora se presentaría sin que eso haya servido para facilitar su detención. Que el Gobierno y la Generalidad toman por imbéciles a los ciudadanos es la conclusión inevitable tras el esperpento. Las explicaciones de los Mossos, la ausencia de explicaciones del Ministerio de Interior y las declaraciones en París del ministro de Justicia Félix Bolaños confirman esa impresión.
Bolaños se sacude toda responsabilidad y señala a los Mossos como si Cataluña fuera ya otro país y obviando que el control de fronteras es todavía una competencia estatal y que la Guardia Civil y la Policía Nacional todavía tienen una cierta presencia en la región, aunque cada vez menos, eso es cierto. Ya ni siquiera sorprende que el titular de la cartera de Interior, Fernando Grande-Marlaska, esté desaparecido y no se crea en la obligación de dar explicaciones sobre un espectáculo que le concierne más a él que a las autoridades (por llamarlas de alguna manera) de Cataluña.
En cuanto a la Generalidad, la rueda de prensa de este viernes del consejero en funciones de Interior, Joan Ignasi Elena, su segundo, Pere Ferrer, y el jefe policial de los Mossos, Eduard Sallent, ha sido una antología cumbre del disparate, una exhibición de delirios y una demostración de hasta qué punto se han deteriorado las instituciones catalanas. Tanto Elena como Ferrer tienen las horas contadas. Tal vez por eso se han permitido acusar a los jueces del chusco episodio cuyo reparto encabeza Puigdemont. Aludir a una ley de amnistía que según ellos no se cumple para comenzar a dar explicaciones sobre incumplimiento patente de una orden judicial es como aquello de la excusatio non petita. Queda claro que no tenían ninguna intención de detener a Puigdemont.
Más grave si cabe ha sido la intervención del policía Sallent llamando en todo momento "señor" a un delincuente ya especializado en fugas como Puigdemont. Sólo le ha faltado referirse a él como "el presidente en el exilio", que es lo que hace TV3 cada vez que cita al golpista. Y poner como excusa que no se detuvo al prófugo porque estaba rodeado de autoridades no esconde la omisión manifiesta del deber de perseguir el delito. Del informe que ha reclamado el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena sobre los hechos del 8 de agosto se deben desprender consecuencias judiciales graves en relación a los comportamientos de sujetos como el presidente del Parlament, Josep Rull, el secretario general de Junts, Jordi Turull, o el expresidente de la Generalidad Artur Mas, entre otros.
Que los Mossos defiendan su actuación deteniendo a los compañeros que montaron esta segunda fuga de Puigdemont muestra también el punto de degradación de una policía que dejó de serlo en octubre de 2017, cuando permitió y en algunos casos colaboró con el golpe separatista. Decenas de agentes separatistas han prestado sus servicios al delincuente de Waterloo sin que la consejería de Interior haya intervenido en lo que es a todas luces un delito. El jefe policial Sallent se escuda en que llevaban a cabo esas actividad durante sus vacaciones y en el extranjero. La justificación no puede ser más patética.
Todas estas circunstancias deberían propiciar la intervención del cuerpo policial autonómico, pero que los Mossos estuvieran bajo el mando de Marlaska seguramente agravaría todas las deficiencias de la policía política de la Generalidad.