Comprenderán que más que harto por sufrir las acometidas del sol africano que sufrimos en el Sur durante el día, del cachondeo político-criminal de la tierra patria las 24 horas de las jornadas de verano (el chularca Sánchez le ha cogido gusto a las calenturas del largo y cálido verano español para atontarnos y dejarnos sin capacidad de reacción) y de la tragedia de comprobar cómo el sudor liquida todo descanso, me haya esmerado en mirar el cielo nocturno en busca de prodigios menores. Los mayores no existen más que en los sueños.
Era el día de San Lorenzo y se esperaban sus lloros para estos días pasados. Lamentablemente, en estas sierras bajas del Sur, con grandes poblaciones cercanas en ferias y una luna creciente que flojea en ocultarse, confiar en que la vista se recree en una estrella fugaz es un ejercicio simpaná, como repasar el refranero y encontrar eso de "a invierno lluvioso, verano caluroso", ja. Qué risa da en este horno seco.
Aún así, cogí una silla, apagué las luces del patio de mi rincón aldeano y me puse a mirar el carro de las siete estrellas más visibles de la Osa Mayor y, como si fuera un vigilante, me deslizaba con panorámicas muy lentas por todo el firmamento a ver si me mojaba los ojos con alguna lágrima del pobre San Lorenzo, que siempre me recuerda a su El Escorial y la parrilla invertida, que me insistía mi madre. Y de la gloriosa batalla de san Quintín, para Felipe II y sus tercios, contra los franceses que luego traicionaron a Europa en Lepanto.
Me entretuve en pegar el oído a la tierra mientras esperaba y esperaba y escuché el sordo rumor de los insectos y las hierbas cosido al viento flojo y a las chicharras, al chanchullo de las tórtolas, las broncas de los gorriones, el patinaje mudo de los depredadores inaudibles, los roncos ladridos de perros de colinas a las colonias de gatos locales protegidos por la extrema izquierda y el temblor de las piedras condenadas a la parálisis, como los olivos y los algarrobos.
Fue entonces cuando una enana roja, me refiero a una estrella fugaz veloz como un perseguidor, se me vino encima del limonero y se me apareció Puigdemont, que colgaba de una brocha como el PP. Me ilustraba sobre el buen uso de la sincronicidad de los semáforos espaciales cuando de lo que se trata es de escapar de los jedi de las galaxias españolas, que hay demasiadas, llenando hasta las tazas de Gallina Blanca y otros caldos arios.
La fregona del patio ascendió hacia su lugar natural, la cabeza de Carles, a la que tapó inteligentemente la cara y el colgado me explicó cómo MarlasKaca, eso dijo, palabra, había ampliado las fronteras en una sola noche para impedir que quedara atascado en un puesto y había obsequiado con vino de pitarra a los agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional para que viéndolo todo doble no le viesen a él. Cómo reía el pájaro indetectado por los radares borrachos del ministro.
Cuando la luna bandolera y mentirosa se retiraba a sus aposentos, ocairí, ocairá, dejé de atender al aparecido como una virgen celestial aplaudido por un orangután de Valladolid subido en un cometa levógiro y me fijé en un desfile de mossos en ilegal espantada, que narraba Inocencio Arias, escoltando a Puchimont, que alzaba el vuelo de vuelta al meridiano de Waterloo, o no, (se mofaba Rajoy de sus propias boñigas políticas).
Pasó un buen rato hasta que una lágrima de San Lorenzo comenzó a crecer como la cresta sideral brillante de un espejo redondo sometido a tortura solar por Putin y Voloh. En ella se ahogaba María Corina Machado, mujer de luz, con el cuello relleno de Kamala Harris, reinona roja de la sombra que iba del brazo de un zapatero remendón Maduro, riendo como posesos con Albares mientras ella explicaba cómo si había menos niños en el mundo sería posible alimentar mejor a los que quedaran. Me asusté, sobre todo cuando divisé a Sánchez y a Begoña, bailando el vals –¿hay otro que ese mexicano de la olas o era el yanki de las velas?–, dirigido en la Diputación de Badajoz por un hermano lego en justicia musical, digo, fiscal.
Cuando se estrelló Conde-Pumpido a mi lado, acelerado a la velocidad de la luz por Marchena, no el abate, empecé a darme cuenta de que algo no iba bien. Sonó el teléfono. Era el preso número 9 advirtiéndome de la charlotada, de Charles, vestido de medio charneguito de Jaén, que había contratado a un doble para paseos cachondos por Las Ramblas. Claro, ya no pude más y abrí los ojos.
Allí estaba sentado en mi silla de patio con un cielo rojigualda como un pecado nacional del que salían estrellas fugaces de todos los colores con cara de Puigdemont, de la Robles, el de Interior y Pedro Sánchez llevado a hombros por los Mossos del CNI. No, no podía ser. Así que decidí despertarme de verdad. Sobre el fondo negro, negro de la madrugada y el silencio del horizonte dormido, ni una luz. España se apagaba. Y yo, con ella.