Si comprimiéramos la historia de la humanidad en solo un año, los últimos cincuenta años constituirán un microsegundo, apenas una millonésima parte de un segundo. Ese intervalo inaprehensible, fugaz y efímero que representa ese medio siglo, aunque prácticamente nadie lo quiera entender, es el lapso en el que se ha producido el mayor cambio civilizatorio, conductista, demográfico y social de la historia del hombre desde que se tiene conocimiento. Mientras en otras etapas de la historia, las mutaciones fluían secularmente, en las últimas décadas las transformaciones se han producido a un ritmo tan vertiginoso, que todavía no somos conscientes muchas veces de la magnitud del cambio.
El hombre analógico y presencial ha dado paso al hombre digital devorado por el Leviatán tecnológico. Hombres y mujeres compiten violentamente, en una especie de taller experimental de psicóloga humana, por hacerse un hueco en la hoguera de las vanidades y de las insustancialidades de las redes sociales. Una sociedad envanecida, mediocre y abatida por un narcisismo sonrojante, que ha sustituido el viejo axioma de la Primera Revolución Industrial de "8 horas de trabajo, 8 horas de ocio y 8 horas de descanso", por el nuevo patrón de conducta de "trabajo lo justo, descanso lo necesario y doce horas de móvil y redes sociales". A la transfiguración del ser humano en ser telefónico, le ha seguido un comportamiento hedonista y decadente que ha provocado que asistamos a la tasa de natalidad más baja de la historia de Occidente. En España, dos mujeres en 1978, el año en el que todo volvió a empezar, tenían cinco hijos. En la España aturdida de 2024, dos mujeres tienen dos hijos.
Tampoco hay que llevarse a engaño, porque por mucho que se fomenten las políticas natalistas o se busquen soluciones a la crisis de vivienda en nuestro país, el repunte de la fecundidad será, si es, insignificante. Es el hedonismo, estúpidos, el hedonismo. No es la economía, porque es la axiología, los valores, algo que, dada la calidad política circundante, ni está ni se la espera. Porque, por mucho que no se hable de ello, por ignorancia o por pasividad consentida, también se ha producido un fenómeno en el último medio siglo en España que no se había producido en toda su historia: la mayoría de políticos electos en Comunidades Autónomas, Entidades Locales mayores y Cortes Generales, son profesionales de la política. A un profesional no se le puede pedir lo que la inteligencia no le puede dar. Es impostura de supérstite, cada vez más nítida, cada vez más estéril, que provoca y seguirá provocando fenómenos propiciatorios para la aparición de fuerzas políticas reactivas, tanto a derecha como a izquierda.
Pues bien, si reconocemos por fin que el cambio se ha producido de la noche a la mañana, entre tráfico de fotografías por redes, gregarios políticos inservibles, ya sea por incapacidad o por indolencia, y caída por ruina de los valores propios del Estado-nación que surgió a finales del siglo XVIII, no deja de sorprender que ahora nos llevemos las manos a la cabeza, como si no hubiésemos sido todos responsables de lo que ha ocurrido. Lo último, la emigración. Cualquier persona sensata y con cierto juicio crítico, palidece ante la calidad del conflicto político, del intercambio de golpes dialécticos sobre la emigración. Cierto es que la galbana politica de agosto, inexplicable en un país en situación crítica, permite apreciar todas las costuras de muchos políticos, de los que están de vacaciones y de los meritorios suplentes.
Da lástima ver algunas reacciones pero eran previsibles. No hay nivel. No hay élites políticas, no hay estadistas, no hay nada. Lo que hay son oportunistas expertos en escribir mensajes delirantes en una red social. Mientras tanto, España en su laberinto. Pues bien, en la España de 1978 había aproximadamente 170.000 extranjeros, esencialmente portugueses, pero también rentistas franceses, alemanes e ingleses que habían descubierto la costa española como lugar de provisión de su destino de jubilados. Actualmente, según datos del INE, en una España que cuenta con más de 48 millones y medio de españoles, casi 18 millones más desde que comenzó la Transición, hay casi 9 millones de personas que no han nacido en nuestro país. Para que se entienda mejor: en 1978, de cada doscientas personas que vivían en España, una era de nacionalidad extranjera. Hoy, uno de cada cinco son de nacionalidad extranjera. Para los más remisos, pónganse a contar hasta doscientos, y el último era extranjero. Ahora basta con contar hasta cinco, que el último es extranjero.
El mayor cambio demográfico de la historia de España. Pues bien, casi cuarenta años de encogerse los hombros. Durante este periodo se ha impuesto una especie de fatalismo arbitrista, un miedo al análisis, promovido por los tramoyistas de la izquierda, y un análisis socioeconómico exento de filtro moral o axiológico. Para colmo de males, la evolución de la España autonómica hacia un repositorio de agravios y reproches victimarios, donde la emigración no es percibida por todos del mismo modo, hace que esto sea un auténtico patio de monipodio.
Pues bien, la pregunta es: ¿Qué modelo tiene España? En teoría y con matices, podrían categorizarse tres modelos, conforme a la experiencia europea. Puede haber un modelo asimilacionista como el francés, que está mostrando fallas sistémicas; puede haber un modelo multiculturalista como en el Reino Unido, donde no hace falta ser muy lince para ver que ha fracasado. Podría incluirse en este grupo a Países Bajos, donde el modelo se ha resquebrajado por completo en el último lustro; y podría hablarse, por último, de un modelo étnico y asimilacionista con un marco normativo restrictivo. La inmigración es vista en este último modelo como un fenómeno temporal por lo que a priori los Estados que han impulsado este modelo (Alemania, Bélgica, Austria) no suelen prodigarse en políticas que faciliten el arraigo permanente en la sociedad de acogida. Pues bien, España es un país sin modelo. Ninguno. Al multiculturalismo sin modelo.
Lo peor de todo es que este tenía que haber sido el gran debate español desde hace décadas. Población, territorio y valores. Los tres bastiones del Estado-nación que han servido, durante más de dos siglos, para asentar comunidades políticas con valores en sus territorios. Entre las principales funciones del Estado-nación, una vez perdida la universalidad que encarnaba, hasta cierto punto, la idea de cristiandad y la comunidad religiosa, estaba la protección de fronteras, la policía interior para preservar la seguridad y la Hacienda Pública. España hoy es un Estado-nación fallido en el que se piensa más en las fronteras de oportunidad política entre regiones, que en las fronteras externas, arrasadas por el germen de la porosidad. Lo de los valores ya es de nota si se escucha hablar a algún líder político, porque no hay nada en esas cabezas. O hay una reacción profunda, metapolítica, liberal e ilustrada, o España seguirá con sus problemas estructurales sin resolver, en un laberinto de mediocridad política vergonzante.