
De un tiempo a esta parte, fruto esencialmente de una exasperante falta de perspectiva y de inteligencia política, una parte considerable de la sociedad española, cuando le señalan la luna, acaba mirando neciamente el dedo. Ese astigmatismo propiciado por una cultura social que enardece lo repentino y que clausura cualquier forma de pensamiento inteligente, provoca que muchas conclusiones que se alcanzan sean de una puerilidad insultante. A lo largo de los últimos días, a propósito de la comparecencia en el Congreso del yihadista de cuyo maldito nombre no me acuerdo, se han sucedido toda suerte de reacciones semióticas, bajo el palio del diccionario de la Real Academia de la Lengua: denigrante, lamentable, insultante, ignominioso, bochornoso, ofensivo, infamante, vergonzoso, deshonroso. El uso sin anestesia de adjetivos es una práctica habitual de la reciente política española, por los efectos efervescentes que tienen los calificativos. El día que la política se convirtió al adjetivo, pasó a ser antipolítica, y de la mala.
Sin embargo, no hay adjetivo sin nombre o sustantivo, y, lo sustancial, en este caso, una vez más ha pasado desapercibido. Georges Clemenceau, cuando era director del periódico La Justice dio una lección de periodismo a un nuevo redactor: "Mire, muchacho, escribir en un periódico es fácil: verbo, sujeto, atributo... y cuando quiera poner un adjetivo me lo consulta". Pues bien, despojemos la percepción del epíteto, y desplacemos la visión al sustantivo, para entender mínimamente lo que ha ocurrido. Como Martin Amis en La flecha del tiempo, reconstruyamos todos los hechos desde el presente al pasado, para dar un sentido lógico, o ilógico, a algunas reacciones y afirmaciones.
Primero, la imagen del yihadista en el Congreso concentró todas las miradas. Como en un ejercicio de respuesta ante un psiquiatra que muestra una imagen, las reacciones son variadas: una gran parte de la sociedad española considera repugnante la imagen; otra parte de la sociedad, acuciada por las necesidades del supérstite Sánchez, condesciende con la presencia del terrorista; mientras que, finalmente, otra parte, afortunadamente minoritaria y parlamentariamente minifundista, lo considera un síntoma de normalidad institucional. Por rubor, y por atención a Clemenceau, se omitirán en esta pieza los adjetivos, aunque sea simplemente por despreciar a los menesterosos de la política que viven exclusivamente del adjetivo. Simplemente, esa comparecencia nunca debió ocurrir.
Segundo, la comparecencia trae causa de un acuerdo entre el Partido Socialista Obrero Español y el funambulista de Waterloo para la creación de una Comisión de Investigación en orden a investigar los atentados de Barcelona y de Cambrils. La alianza de intereses de oportunidad, basados en la supervivencia de uno y en martirologio del otro, provocó la transustanciación de una causa judicial en una causa política por obra y gracia de la hermenéutica del Congreso de los Diputados sobre lo que tiene que ser una Comisión de Investigación y el concepto de "interés público" que legitima su constitución.
Lamentablemente, el conceto jurídico de "interés público" (artículo 76.1 de la Constitución y artículo 52.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados) ha dado paso, con el apoyo pseudointelectual de algunos juristas, al concepto de "interés político de parte". El Derecho se ha convertido en una psudociencia, para juristas de pago, con el fin de justificar que se pueden constituir Comisiones de Investigación sobre conductas reprobables de la Iglesia Católica, sobre accidentes ya sustanciados judicialmente o, ahora, sobre un atentado yihadista en Cataluña. Y todo ello a partir de un concepto como el de "interés público", difuso e indeterminado, susceptible de interpretación en función de la conveniencia de los promotores de la Comisión. En pleno proceso de socialización del Derecho, el "interés público" podría ser demoscópico, determinándose sobre la base de la audiencia de los medios de comunicación. De asumir un concepto fáctico de interés público, el Parlamento estaría legitimado, por ejemplo, para investigar la conducta de un ciudadano que haya despertado curiosidad en los medios de comunicación. Del mismo modo, un entendimiento del "interés público", carente de sustantividad, permitiría afirmar que un desliz amoroso de un ministro es de "interés público" por interesar a una gran cantidad de personas. Además, de seguir un entendimiento fáctico del interés público, los medios de comunicación, y hoy también las redes sociales, se erigirían como absolutos determinadores del interés público. Ya pueden temblar Errejón, Ábalos o Rubiales.
Tercero, la misma sorpresa sobre la comparecencia del yihadista a mi me resulta especialmente sorprendente. La selección de los comparecientes en una Comisión tiene lugar meses atrás, de modo que no debía ser ninguna sorpresa para los diputados miembros de la Comisión. Más sorprendente es, hasta donde llega mi investigación, que ningún medio de comunicación tuviese conocimiento en su momento de la mala nueva o, peor, que, teniendo constancia de esta, no se hicieran eco. Una vez más, la democracia indolente y visual del día a día ha vencido a la democracia reflexiva y, por ende, al periodismo de calidad.
Y cuarto, la repulsa y abandono de la sala por parte de algunos diputados responde a la ignominia inequívoca de la presencia física del condenado en Cortes. Pues bien, en una democracia hibrida, donde el compareciente puede asistir presencial o telemáticamente, si se dan las circunstancias, la náusea no se provoca por compartir espacio físico con él. La náusea se debe producir por el mero hecho de que compareciese, con independencia del instrumento, por lo que ningún diputado responsable debía estar en esa Comisión antes de que comenzase la sesión. De lo contrario, sería lisa y llanamente incomprensible. Un miserable lo es, por Zoom, por Teams o en presencia de abogados, y su asistencia es incompatible con la decencia democrática, en cualquier caso. El hedor de la indecencia es o no es, pero no puede ser en función de si el diablo se encuentra a dos metros de distancia real. La indignidad no es espacial, es moral. De no ser así, nadie verá la luna y seguirán contemplando el dedo.