
Dejando al margen el juego de los calificativos y tacticismo alicorto en general de todos los partidos políticos, no puedo dejar de pensar estos días en la novela de Juan Marsé, El amante bilingüe. María Jesús Montero, acuciada por la enfermedad de la obediencia ciega a un náufrago inmoral, se convierte en un ser político diferente tras experimentar un trauma, en forma de chantaje nacionalista, como el personaje de la obra del autor catalán que trata de recuperar el amor perdido. Las necesidades de supervivencia generan cambios radicales de opinión y giros inesperados de guion, como el Faneca de la obra de Marsé en su búsqueda por seducir a la niña bien de la sociedad barcelonesa. La niña bien, hoy y ahora, se llama Puigdemont, y ya no vive en Vallvidrera o en Pedralbes, si no que se ha mudado a Waterloo, una pedanía del Reino de Ubú.
Hay una sola razón, poderosa e incontrovertible, para negarse en bloque a aceptar el envite del Ministerio de Hacienda en este asunto: la razón originaria de la iniciativa. Como en el ámbito del derecho privado, y también del derecho público, todo negocio jurídico que nace con una causa torpe o inmoral debería decaer y declararse nulidad. Ni qué decir tiene que todo negocio político, nunca mejor dicho negocio, que surja de una causa inmoral o aprogramática por necesidad o por ventaja de gobernabilidad, debe decaer de inmediato. A partir de allí, la propuesta de extender la medida de gracia a todas las Comunidades Autónomas no es más que la consecuencia rudimentaria de que, de haberlo concedido unilateral y exclusivamente a Cataluña, la medida habría estado viciada de inconstitucionalidad. Hete aquí que Montero, convertida en Arquímedes, ha hecho palanca, haciendo de la necesidad virtud. "Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo". Por la vía de extender la opción a todas las Comunidades Autónomas, aun en el caso de que estas lo rechazaran, vencía el obstáculo de la previsible inconstitucionalidad, a falta en todo caso de comprobar como se instrumenta la condonación finalmente.
Por otro lado, era evidente que, a las Comunidades Autónomas gobernadas por el Partido Popular, únicamente les quedaba la opción del rechazo en bloque. Lo que no debe ser obstáculo para que la posible reestructuración y/o condonación de la deuda autonómica esté presente en el debate hacendístico en el seno de una reforma inteligente del modelo de financiación autonómica, en la misma línea que viene defendiendo FEDEA desde hace algún tiempo. Por eso, los planteamientos maximalistas contra la condonación y/o reestructuración de la deuda sobre la base de un principio dogmático de responsabilidad financiera, creo que son innecesarios, y decaerán inevitablemente en el futuro. Llevado el argumento a sus ultimas consecuencias, si la Comisión Europea, por ejemplo, negociase con España y el resto de los países europeos la reestructuración de la deuda contraída por los programas de reconstrucción, hacer valer el principio de máxima integridad moral por el que "yo me pago todas mis deudas, no como otros", sería sencillamente absurdo.
De hecho, las Comunidades Autónomas gobernadas actualmente por el Partido Popular presentan saldos vivos de deuda muy diferentes, generados a lo largo de múltiples legislaturas, y cada caso debería considerarse sobre la base del análisis de los principios de eficiencia y de equidad. En la ecuación financiera de la gestión pública de las Comunidades Autónomas, el gasto público y el endeudamiento son los dos factores esenciales, puesto que la mayor parte de la financiación por ingresos que obtienen procede de las transferencias del Estado. Si una Comunidad Autónoma tiene un saldo vivo de endeudamiento óptimo o no va a depender de variables como nivel de prestación, eficiencia en la gestión, o cumplimento de indicadores. En ese sentido, Madrid o Andalucía, por poner solo dos ejemplos, no tienen nada que ver, y apenas pueden compartir argumentos.
Ahora bien, para los amantes de los sudokus, la Hacienda autonómica española presenta una complejidad indefinible, fruto de las normas que se han sucedido tras la aprobación de la Constitución, ya de por si asimétrica:
Por un lado, la asimetría en el modelo orgánico y de relaciones financieras con las Comunidades Autónomas está prevista en la misma Constitución, que reconoce excepcionalmente el régimen de concierto y convenio con País Vasco y Navarra respectivamente.
Si, por un momento efímero, nos colocamos en la mente de un nacionalista catalán, no le faltarían argumentos de lógica rudimentaria, para sostener que, si el régimen fiscal de País Vasco y Navarra se justificó por razones históricas, durante dos siglos e incluso durante el franquismo en Álava, existen razones sobrevenidas para justificar, por identidad, que el modelo se extienda también a Cataluña. Se le podrá objetar que no tiene cabida constitucional, ni en la Constitución ni en la LOFCA, como bloque de constitucionalidad, pero contraargumentarán que cada momento histórico tiene su afán, y que ahora se está en presencia de una nueva etapa histórica. Porque, si algo era evidente es que, transcurridos los años, donde el autonomismo sentimental ha erosionado el vínculo con el Estado, Comunidades Autónomas como Cataluña aspirarían al modelo vasco y navarro. Era tan obvio que únicamente la política mezquina del corto plazo y de la legislatura que me toca vivir, impedían que nadie, con tres dedos de frente, asumiera que este reto iba a llegar.
Por otro lado, el bilateralismo está presente en casi todas las reformas de los Estatutos de Autonomía de territorio común, superando los márgenes de los instrumentos colaborativos previstos en la LOFCA. Es más, ha sido y es una aspiración de muchas Comunidades Autónomas, con independencia de quien las gobernase. Desde que se asumió impulsivamente por parte de algunas fuerzas políticas, que solo cabía asentarse políticamente en el territorio a través de una competición sobre quién ganaba más dinero para su propia Comunidad, entre el victimismo reaccionario y oportuno, la deriva que tomó el modelo fue insostenible.
Por ello, muchos Estatutos de autonomía han reconocido deudas históricas a abonar por el Estado o déficits de ejecución de infraestructuras, en esa tómbola de quién da más basada en una concepción bisoña y parva del regionalismo.
Y, por último, a partir de ahora, habrá Comunidades Autónomas de régimen común con deuda condonada o sin deuda condonada, añadiendo un suplemento más al menú de las singularidades. Así pues, en el próximo Consejo de Política Fiscal y Financiera en una silla se sentará un consejero de territorio foral que mirará con displicencia las discusiones del resto. Junto a él, en la silla contigua, habrá un consejero de Comunidad Autónoma de territorio común con deuda condonada y con derecho estatutario a compensación por deuda histórica. A su izquierda, compartirá café con una consejera de Comunidad Autónoma sin deuda pública condonada y con derecho a reclamación de deuda histórica al Estado por que su estatuto no lo contempla. Más a la izquierda, otra consejera con fiscalidad ultrapeninsular y deuda sin condonar. Por último, habrá un grupo que estará a verlas caer, porque no les ha tocado ningún beneficio y además no tiene cobertura estatutaria su reivindicación de más fondos. Las variaciones son múltiples, por lo que el modelo es insostenible.
La pregunta es si todo esto tiene solución y si pasa por un nuevo modelo de financiación autonómica. Pues bien, hay una regla de oportunidad no escrita, perversa en términos de eficiencia, y es que solo se puede transformar el modelo si cada Comunidad Autónoma vende en su territorio que ha conseguido una senda de ingresos fiscales superior a la que tenía. Para eso, todos tienen que ser ganadores. Nadie puede perder, y para ello, hay que formular el nuevo modelo en etapas de crecimiento de recaudación tributaria. Por consiguiente, hay un incentivo perverso al cambio de modelo sobre la base de unos ingresos fiscales récord y, por ende, de un gasto público también récord, una de las grandes anomalías intelectuales y políticas de este país.
De hecho, el gasto público ha crecido en todas las Comunidades Autónomas a costa de las aportaciones que hace el Estado a través de la participación en ingresos del Estado. Y no es un gasto contingente, sino que es un gasto estructural. No deja de ser preocupante que nadie diga nada sobre este fenómeno de consolidación del gasto público, porque, si desde la vertiente del ejercicio político rige la premisa de la ilusión fiscal, desde la academia o desde la prensa especializada no se dice absolutamente nada.