Menú

La vida canalla

Mi refugio literario ya no es un café de poetas y borrachos, ahora es un puticlub. Debí haberlo sospechado. Estaba demasiado cerca del Congreso.

Mi refugio literario ya no es un café de poetas y borrachos, ahora es un puticlub. Debí haberlo sospechado. Estaba demasiado cerca del Congreso.
Fachada del Congreso | EFE

Con el magreo sonoro de Alcalá. Arriba y abajo, el multiculturalismo aquí es turismo. Japón ha venido para quedarse. Cervecita en la terraza del círculo de Bellas Artes. Tal es la belleza que transita al norte y sur de este Madrid, que casi terminas por olvidarte del aroma a sangre que emana aún el sótano de la checa. Dice mi amiga que el lugar está maldito. Pero maldito estoy yo.

Amenaza tormenta y es que el cielo se ha puesto del color habitual en mi tierra: color fin del mundo. Apuro cuartillas porque me temo que en un rato el aguacero no me dejará escribir. Un par de edificios más arriba, el ministerio donde tantas horas enterré, cuando todavía parecía imposible que el tipo más hortera de la discoteca de la política sacase adelante una moción de censura. Mentir es infinitamente gratuito en España.

Me asaltan los recuerdos. Buenos tiempos, grandes amistades, vivir corriendo, y no dejar de escribir. Que andaba entonces dando los primeros coletazos mi novela Rosas de papel, que aún tardó unas cuantas desgracias más en construirse, pasados los años. Pero ahí estaba el germen, en la tristeza de los días de cansancio, cuando intentábamos ver la vida dentro de un vaso de ginebra, como en una canción de Joaquín.

Lo rápido que pasa todo. Ahora apenas escribo en España, que me reclaman cada día en Estados Unidos, y eso es un privilegio que no tenía previsto vivir. Me ocupa las jornadas estos días la promoción de I Will Not Eat Crickets, un ensayo, o un cachondeo, que jamás podría haber publicado en mi país, donde siempre hay que dar demasiadas explicaciones, decir quién es tu mamá y tu papá, y esas cosas. La edad se nota en lo mucho que aburre justificarse. No hagáis hablar a los escritores. No es justo. Casi siempre lo hemos dicho todo ya. Pero escrito.

Hacía mucho que no venía a mi antiguo barrio. Ese triángulo entre el Congreso, el ministerio y mi casa. La Zarzuela, Edelweiss, y los pinchitos en los Madrazo, que es la calle pequeña más ruidosa de España. Años trabajando en la ventana que da hacia allí, y juro que ni un solo día terminaron las obras. O si terminaron, empezaron otras. O si no alguien decidía tirar un edificio, o instalar un andamio, o asfaltar. Se me escapaba la bohemia literaria por las grietas del ruido y los golpes. Así no se puede escribir. Quizá por eso Rosas de papel fue un paño de lágrimas. Es hija de aquel rumor infernal que me acompañaba desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche.

Cielo santo. Qué susto. Sale un mogollón encorbatado del Congreso y me tiro hacia Sagardi escaleras abajo. La idea de picar algo en Casa Manolo queda abortada. Allá los diputados, con el palillo entre los dientes, les dictan a los periodistas de siempre las exclusivas que los diputados quieren que los periodistas publiquen. Luego pagan las cañas. Aterrador. Ahora mismo veo un diputado, veo un problema. La política es la prostitución de cintura para arriba.

En Sagardi ya no está, claro, aquella muchacha, bellísima y castiza, que era un bálsamo para mis letras. Esas camareras que te hacen el día con una sola sonrisa. Aun así disfruto del clima caribeño de quienes lo atiendan ahora. Su alegría se contagia a mis cuartillas. Bailan bachata cada vez que el cocinero saca una nueva bandeja de pinchos calientes. Están todos buenísimos. Y ellas también. Paradojas de la vida. La última vez que estuve aquí, han llovido algunos años, estaba medio PNV, Pablo Iglesias y sus muñecos en una esquina, y Albert Rivera al otro lado. O era Girauta. Maldita memoria. Yo escribía entonces un discurso inaugural para El Prado, una exposición conmovedora y, sinceramente, no tenía ganas de saludar a nadie así que agradecí las miradas caídas al suelo de tipos con los que había compartido tertulias y cañas no tanto tiempo atrás. Aunque alguno podría haber pagado la cuenta como antaño. Yo es que soy bastante fácil de corromper.

El golpe realmente me lo llevé a última hora. Buscaba mi otro rincón literario, a donde solía ir al caer la noche, cuando ya todo lo del día estaba entregado, a emborracharme de versos y garabatear poemas que luego, casi siempre, terminan en el cajón de sastre de la poesía o, raras veces, caminan hacia algún amigo que los convierte en canción, o yo mismo les sirvo de guarnición un rockanroll. En el antiquísimo piano bar el tiempo pasaba muy lento y, lo mejor, no tenía cobertura. Iba anoche allí con esa ilusión tan propia de quien quiere volver a pisar las piedras que una vez conquistó y entonces ocurrió lo inesperado: mi refugio literario ya no es un café de poetas y borrachos, ahora es un puticlub. Debí haberlo sospechado. Estaba demasiado cerca del Congreso como para mantener la pureza de la vida canalla.

Temas

comentarios

Servicios

  • Radarbot
  • Libro
  • Curso
  • Alta Rentabilidad