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Nadie recuerda tu Savoy

Ahora sé que Alvite se marchó al sentir que su tiempo, su mundo, y sus iconos se extinguirían sin remedio.

Ahora sé que Alvite se marchó al sentir que su tiempo, su mundo, y sus iconos se extinguirían sin remedio.
Archivo.

Alvite había muerto unas horas antes, ya casi han pasado diez años, y yo cruzaba aquel viernes el Barrio de las letras con cierta sensación de orfandad, de tinta caída. Me senté a escribir mi columna en la mesa más oscura y apartada de la Cervecería Alemana de Santa Ana, donde aún habitan los fantasmas de Jardiel y Valle, y el de Ava Gardner, que va enamorando caballeros de mesa en mesa, contando aventuras de Dominguín. También surca el lugar a ratos el espectro de Hemingway, pero no tiene mérito, porque casi no hay café español que se precie que no recibiera alguna vez la visita del hombre que bebía para calmar sus dolores, y después bebía por todas las demás razones también.

Enero fue más frío que cualquier otro enero, tal vez porque acababan de helarnos la sangre con los atentados de Charlie Hebdo en París, el día en que comprendimos que la libertad de prensa te podía costar la vida ya en cualquier lugar de Europa. Despertaba Madrid brumoso y entristecido, al atardecer de un jueves 15 se había apagado una de las estrellas más singulares del columnismo español, y la Alemana, a la hora en que toman el café los abuelos, se convirtió en mi propio Savoy. Pincho de tortilla, pañuelos en las pecheras, caña, y sentido y sensibilidad en el obituario. No había pasado tanto tiempo desde que le comenté a Alvite mi intención de incorporarlo a un proyecto, y la ilusión de aquella aventura apenas esbozada, en unos meses y un diagnóstico, se convirtió en mensajes breves de ánimos, abrazos y promesas de oraciones, con esa sensación a despedida diaria que luego te acompaña para siempre.

Dirigía yo por aquellos días el diario The Objective, y la Alemana, ubicada bajo su antigua redacción, era mi escondite habitual para darle la espalda un rato al río endemoniado de la actualidad, y encerrarme a consignar alguna columna sobre la muerte, la poesía, y la vida. Qué extraño contemplar aquella España desde la atalaya desértica de nuestros días, en este páramo intelectual donde cada vez hay menos versos y menos libros, y su hueco lo cubre ese cóctel de ignorancia y sectarismo que nos arrastra una y otra vez a las peores orillas de nuestra historia. Quién supiera despertar a esta nación adocenada, romper la coraza de sus interminables mentiras, y arrojarla de nuevo a los mares de lo ilustrado, lo galante, y lo bello.

Diez años atrás, en La Moncloa, lejos del fastuoso y hortera Sánchez, mandaba un gallego poco dado al exhibicionismo, y en la prensa, cómo ha cambiado el cuento, el debate era sobre los peligros de la deflación, tras el desplome del precio del petróleo, que entonces éramos felices y no lo sabíamos, al menos en el aspecto monetario. Era también noticia que en poco más de una década habíamos triplicado el consumo de antidepresivos, y a eso pensaba dedicar mi artículo cuando recibí, al alba del viernes 16 de enero, esa triste noticia de que Alvite había muerto.

"Se ha llevado la melancolía y nos ha dejado la melancolía", escribí entonces en un pliego con su cerco de jarra de cerveza, recordando que el escritor compostelano "era la tristeza porque era belleza. Y quizá ya no tenía sentido la belleza en sepia en un mundo asfixiado de estridente pornografía". El cáncer lo había consumido en un par de golpes de almanaque, y su vela se extinguió dejando el garabato de humo de un verso de Cirlot, "triste, mi corazón, como los ángeles / que sólo son cenizas estelares",

Por alguna razón, con la muerte de Alvite vaticiné el final de una suerte de felicidad literaria, de una era de belleza y letras en sepia, de la última resistencia de un ayer estético aún latente, que se había elevado con nuestros abuelos y que ya con nuestros padres tan solo supo languidecer. Como si en adelante el mundo, los periódicos y las letras, fueran a convertirse en algo más frío, más grosero, más cínico. Así fue. El planeta se ha embrutecido de tal manera en diez años, que ya solo nos queda confiar en la teoría pendular del buen gusto, en la que yo de todos modos no creo, y por la que el viejo columnista no habría mostrado el menor interés.

Duele ver que muy pocos se acuerdan hoy de él, pero es cierto: ahora sé que se marchó al sentir que su tiempo, su mundo, y sus iconos se extinguirían sin remedio. Sin su mundo en pie, su literatura, tan pegada a la piel, se volvería fantasía, o consuelo quizá, para los borrachos de la bohemia.

Así que ya lo ves. Me he acordado hoy de Alvite, al que entonces pensé que recordaríamos más, leeríamos más, y reivindicaríamos mejor. Me he acordado, no sé si me creerás, al ver doradísimo el camino hacia el parque, no sé si por el ángulo del sol poniente, enrojecido, o por el matiz aceitunado del otoño en las hojas ya caídas. En el gran entierro del verdor de los días de cosecha, los campos, los mares, y los cielos se nos vuelven poesía, y echamos de menos a quienes ennoblecieron el oficio y la vida con palabras afinadísimas que devorábamos con el desayuno, imágenes, versos, historias y lecciones que nos legaron para toda la muerte.

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