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Pedro Vallín, un despido injusto

Se irguieron raudos entonces en su defensa los mismos a quienes la cultura de la cancelación les parece un mito de la derecha más reaccionaria.

Se irguieron raudos entonces en su defensa los mismos a quienes la cultura de la cancelación les parece un mito de la derecha más reaccionaria.
El periodista Jorge Vallín, en una imagen de 2019. | Podemos/Wikipedia

Quienes no viven en redes sociales quizá no se hayan enterado del pequeño escándalo de cada día que se produjo poco antes de Navidad. A un columnista y redactor cultural de La Vanguardia, a quien muchos califican injustamente como el hombre más tonto de España, le dio por contestar a un usuario de X, después de verificar que era valenciano, que tirase de la cadena con la cabeza metida en el inodoro para disfrutar de una "dana doméstica". No se crean que fue un desliz, pues el ínclito se tiró horas defendiendo esta pequeña obra de arte del odio progresista como si fuera el más excelso de los versos de Borges. Hasta que llegó la llamada del periódico. Ahí sí. Ahí tocó envainársela, borrarlo y hasta pedir perdón.

Pero como el intelectual progre no es nada si no se considera moralmente superior a la chusma indigna que lo rodea y dice cosas fachas como que Sánchez es un corrupto y que hay que bajar impuestos y controlar la inmigración, Pedro Vallín contratacó empleando el arma definitiva que siempre te permite volver a sentirte en la cumbre y recibir el apoyo de todos tus compañeros, incluso quienes miraron con el ojo torcido tu falta inicial. Se hizo la víctima. Se dedicó a republicar los mensajes insultantes y en algunos casos amenazantes, escritos por cuentas con un eco insignificante por sí mismas y que sólo adquirieron notoriedad gracias al propio Vallín. Y pareció funcionar. Decenas de progresistas de nivel medio, tipo Idafe Martín, se dedicaron a defenderle y alabarle; incluso una cuenta oficial de UGT se sumó al carro. El muy y mucho progresista se frotaba las manos: creía estar logrando el fin último por el que viven y mueren los suyos: estaba empezando a controlar el relato y doblegarlo para salir victorioso de la manera definitiva dentro de su grey: convirtiéndose él en la víctima y no en el agresor.

Y entonces va La Vanguardia y lo despide.

Se irguieron raudos entonces en su defensa los mismos a quienes la cultura de la cancelación les parece un mito de la derecha más reaccionaria. La ínclita Silvia Intxaurrondo defendía a quien considera un "excelente profesional", que en su jerga es lo mismo que ser de mucho progreso, pues la virtud profesional la miden según el grado de adhesión a la causa. Da igual lo bueno que seas en el oficio, que si eres de derechas nadie te dará un premio periodístico de prestigio; ni siquiera un premio Ondas. Otros muchos han acusado a La Vanguardia de censurar a Vallín, cuando el propio Vallín considera, con pleno acierto esta vez, que no se puede llamar censura a la labor propia de un editor, que es decidir el contenido que publica. Claro que lo escribía por el despido de Savater, que a estas alturas ya es facha y por tanto una persona carente de derechos hacia quien resulta indigno mostrar la menor empatía.

Pedro Vallín ha sido despedido, pero no cancelado. La cancelación es algo mucho más grave, es la destrucción personal de la víctima. Es un linchamiento digital que se extiende a la vida personal y profesional del afectado hasta condenarlo a una cadena perpetua en la más absoluta soledad, expulsado por su propia tribu; Vallín sigue teniendo el afecto y reconocimiento de los suyos. Liberado de las ataduras del trabajo con sueldo, nada me sorprendería más que no verlo con otra columna en algún medio digital o como tertuliano en los platós de RTVE y los micrófonos de la SER. Y entonces igual empiezan a reconocerlo en la calle, que es algo que sólo pasa cuando sales por la tele. Nada le gustaría más.

Lo único sorprendente de todo este episodio, en realidad, es que La Vanguardia haya decidido despedirlo. Porque Vallín era un representante excelso de la cosmovisión del diario del conde de Godó. Representada mejor que nadie por Enric Juliana, consiste en ver España como un sistema de castas donde ser progresista, nacionalista y catalán es equivalente a ser un brahmán, mientras que ser de derechas, madrileño y sentirse español te convierte en intocable. Claro que quizá ese es el pecado original de Vallín. Que nació en Colunga. ¡A quién se le ocurre!

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