
El pasado día cinco de marzo asistí a la manifestación, muy numerosa, de veterinarios ante el Ministerio de Agricultura, en Atocha; algunos acudieron acompañados por sus perros y otros privilegiados animalillos con los que comparten su vida y a los que miman con sus cuidados y su saber científico.
Ya hemos hablado y opinado sobre las razones que asisten a los veterinarios para oponerse a la ignorancia y el fanatismo animalista de los burócratas que se atreven a incidir en la praxis de sus diagnósticos y prescripciones. Parece que, después de sufrir tantos ataques a su preparación científica y a su trabajo profesional, finalmente se ha saturado su paciencia.
La gota que ha colmado el vaso o, como dicen en Cuba; "la vuelta que ha cerrado el tapón", ha sido el Real Decreto 666/2023. Que pone limitaciones a la libertad de prescripción de medicamentos a los animales a los que tratan.
Libertad Digital viene siendo especialmente sensible a los agravios sufridos por los veterinarios por parte del animalismo político militante en los últimos años. Nuestra compañera Marta Arce ha efectuado un encomiable seguimiento de la casuística de los mismos: un esfuerzo digno de los mayores elogios.
En referencia al Real Decreto que ha terminado de indignar a los veterinarios, parece que su intención dice ser "la lucha contra la resistencia microbiana a los antibióticos" o. lo que es igual, el temor a la aparición de las llamadas "superbacterias" que se han hecho resistentes a distintos antibióticos a causa de su capacidad para mutar cuando son tratadas con ellos de manera excesiva o imprudente.
Hay que reconocer que desde el inicio de la "era antibiótica" abierta por Alexander Fleming con el aislamiento de la penicilina a partir del hongo Penicilliun notatum se ha venido abusando del empleo de antibióticos, especialmente en la medicina humana, como es natural, o al menos inevitable, al disponer de una nueva arma contra las bacterias capaz de salvar millones de vidas; sin embargo, pronto se descubrió que nuevas cepas bacterianas, surgidas a través de la mutación genética, eran capaces de hacerse resistentes a determinados antibióticos que antes conseguían eliminarlas: se abría así una guerra interminable entre bacterias mutantes y nuevos antibióticos.
En los tratamientos veterinarios para animales de compañía se cometieron hace décadas verdaderos delitos de intrusismo, como la dispensación de antibióticos para pájaros domésticos en forma de gotas con "correctores" presentes habitualmente en las pajarerías: de tales excesos, que excluían a los veterinarios del diagnóstico y la prescripción, a lo que ahora se pretende imponer, dista un verdadero abismo.
Porque se trata de limitar la capacidad de los veterinarios a la hora de recetar antibióticos en su consulta, al menos sin tener que pasar por supervisiones y controles, no siempre por parte de expertos. Burocracia igual a ineficacia y finalmente a muerte de la mascota implicada.
Acto médico y acto veterinario
La forma de proceder de médicos y veterinarios a lo largo de una consulta tiene algunas partes comunes: la anamnesis, o primera parte del acto, consiste en la obtención del mayor número posible de signos y síntomas acerca de la presunta enfermedad que ha llevado al paciente, humano o animal respectivamente, a la consulta.
Los signos son las señales objetivas de la enfermedad, es decir, los datos clínicos que pueden obtenerse mediante análisis, toma de temperatura o tensión, etcétera; los síntomas son las señales subjetivas que refiere el paciente: Qué siente, qué o dónde le duele… los animales no pueden contar sus síntomas, lo que convierte el acto veterinario en extraordinariamente dificultoso.
Pensemos por ejemplo en un canario al que su dueño lleva al veterinario porque ha dejado de cantar, parece triste o está embolado: esta curiosa expresión se refiere al aspecto de bola que toma el plumaje de los pájaros enfermos a causa de la pérdida de temperatura que tiene lugar en muchos procesos morbosos. La primera pregunta es: ¿Qué le pasa concretamente? Hay que diagnosticar para después planificar el tratamiento.
En el caso de las aves no resulta práctica la división entre "enfermedades respiratorias" y "enfermedades digestivas". Ya que estos animales carecen de diafragma, ese tabique muscular que separa las cavidades torácica y abdominal en los mamíferos de manera que una infección intestinal puede reflejarse hasta en síntomas oculares: así de complicado es el diagnóstico de este tipo de mascotas. Los veterinarios no me desmentirán.
Para averiguar si la enfermedad es infecciosa y qué tipo de tratamiento habría que aplicar no hay otro método que la toma de muestras, de heces o líquidos corporales, su siembra en medios de cultivo adecuados, la espera a que los gérmenes crezcan, su identificación, y su sensibilidad a los antibióticos a través de los consiguientes antibiogramas. Llegaríamos demasiado tarde.
Llegaríamos tarde porque cuando el propietario de un canario advierte que éste se encuentra enfermo, seguramente estamos en situación muy grave; el veterinario no tiene más remedio que recetar, según su experiencia clínica previa, antibióticos de amplio espectro que puedan solucionar en un primer choque la gravedad del caso, después el acto clínico continuará si la vida del animal ha conseguido salvarse.
Aceptemos este ejemplo como prueba de las dificultades que diariamente tiene que superar un veterinario para salvar la vida de unos animales que, con independencia de su valor económico, en este caso lo de menos, poseen un vínculo afectivo con sus amos que hace muy triste su enfermedad, y no digamos su muerte, para los mismos.
Hace falta tanta ignorancia como fanatismo burocrático para poner trabas teóricas al trabajo de los veterinarios en la modestia de sus clínicas. ¡Cómo no van a mostrarse indignados!, son ellos los profesionales idóneos para la regulación con garantías de la dinámica del complejo mundo de los animales domésticos. Burócratas, abstenerse.
No en vano una de las pancartas que lucían en su manifestación del pasado día cinco ante el MAPA, pedía: "menos burrocracia", y vaya si saben ellos de burros, aunque sus pacientes habituales sean de los otros.