
España, frente a lo que se empeñan en creer los castizos, es un país normal de Europa donde, grosso modo, ocurre lo mismo que en su entorno geográfico y cultural de referencia. Así, y como ha ido aconteciendo en todo el continente, tanto en su hemisferio occidental como en el oriental, también entre nosotros las últimas rémoras de la izquierda de origen marxista revolucionario andan a estas horas en acelerado proceso de extinción definitiva. De hecho, la única fuerza política algo relevante de esas características que aún queda en pie es La Francia Insumisa, de Melenchón. Pero ese es, más allá de su vocación de izquierda radical, un partido nacionalista francés, algo absolutamente inimaginable en España.
Sumar, al igual que sucediera antes con el Partido Comunista, Izquierda Unida o el Podemos primigenio, ha entrado en una fase de febril ebullición interna que deja entrever todos los signos habituales en los procesos de descomposición previos al colapso y ulterior ruptura definitiva o, alternativamente, de retorno a la más estricta marginalidad testimonial e irrelevante. En el fondo, el problema de la extrema izquierda posmoderna es que se ha quedado huérfana de un sujeto histórico al que liberar de la explotación capitalista. Y se ha quedado huérfana porque ella misma decidió prescindir de él.
Así fue como, y de un día para otro, eligieron olvidarse de los obreros fabriles para abrazar las causas de transexuales, lesbianas, demás disidentes del heteropatriarcado, inmigrantes ajenos a la matriz civilizatoria judeo-cristiana, y cualquier otra minoría identitaria que reclame un estatus particular y diferenciado. Mientras tanto, los obreros se fueron pasando, primero poco a poco, después en masa, a los nuevos partidos de la extrema derecha. Ha sucedido en todos los rincones de Occidente, desde Italia a Estados Unidos y desde Alemania al Reino Unido o Francia. Y ahora ha llegado el momento procesal de que también se constate aquí. Nadie se engañe, el orillamiento orgánico de Yolanda Díaz, hoy una simple tercera en discordia en el organigrama de Sumar, apenas otra compañera del montón, sólo anuncia el principio de la agonía final del invento.