
Llama la atención la perturbadora coincidencia estos días de dos maneras de entender la memoria. El aniversario de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial ha merecido conmemoraciones tan distintas, tan contrapuestas, que es como si en cierto modo volviera a levantarse el Muro de Berlín. Sólo que esta vez no está en Berlín, está en Kiev. Allí parece partirse en dos nuestra idea de Europa, quizás del mundo.
Vladimir Putin celebró esto con una exhibición de poderío militar y de cultura neomilitarista empotrada hasta en los cuadernos escolares que, Dios me perdone, recordaba los documentales de los desfiles del Tercer Reich, todos con el brazo en alto saludando a Hitler. Quedó claro que la guerra que libra Rusia en Ucrania es algo más que meramente geoestratégica. Es una guerra de autoafirmación y de orgullo. La antigua URSS siempre consideró que la historia occidental había hurtado su importante papel en la destrucción del nazismo. Como si el desembarco de Normandía fuera más importante que la batalla de Stalingrado. Como si no fueran los rusos los que entraron en Berlín mientras Hitler se suicidaba en su búnquer.
En el otro extremo, los ¿líderes? de la Europa Occidental arropando a Zelenski y "amenazando" con sanciones "masivas y coordinadas" —pues eso sí que sería una novedad…— contra Rusia si Putin no acepta el alto el fuego. Temblando de miedo deben estar en el Kremlin.
En aquel lamentable rifirrafe entre Trump y Zelenski en el Salón Oval de la Casa Blanca, el presidente americano deslizó un comentario que pasó medio desapercibido, pero que ha acabado siendo la madre del cordero. A saber: el ucraniano se resistía a hacer según qué concesiones sin garantías de pleno apoyo norteamericano a la integridad de su nación. Trump se resistía a dárselas y le exigía que tomara o dejara lo que había. Pero en voz más bajita y pragmática sugería que, de salir adelante el plan para que EEUU explotara las tierras raras en Ucrania, eso por sí solo ya equivalía a una garantía. Porque situaría intereses americanos en la zona, intereses que lógicamente Washington tendría que proteger. De ahí a que Putin se lo pensara dos veces antes de atacar en según qué sitios… pues ya está.
Todo ello nos lleva a concluir que el ambicioso, por momentos pomposo, entramado supranacional que emergió después de la Segunda Guerra (con la ONU como buque insignia) ha caído en la más espantosa inanidad. Las decisiones estratégicas se toman, o no se toman, a otro nivel. Lo hemos visto en el cortafuegos entre India y Paquistán. Quizá lo acabaremos viendo en Oriente Medio.
Aquellos a los que les disguste que la realpolitik se imponga al soft power, igual deberían darle una pensada a por qué ese soft power acabó convirtiéndose en un club de corrupción y compadreo, cuando no en un escaparate de la peor hipocresía woke. De la eterna doble vara de medir según si los conflictos eran percibidos como "de derechas" o "de izquierdas". Los derechos humanos parecen ser de goma según quién se los cargue.
A lo mejor lo que está ocurriendo es que la realidad nos obliga a desandar décadas de historia reinventada. Como nuestro azucarado relato, insisto, sobre cómo y por qué se derrotó a Hitler. Qué le pregunten a Churchill qué pasó cuando tenía a muchos de sus soldados atrapados en la playa de Dunquerque (lo que pasó allí es tanto o más revelador que lo que pasó en Normandía…) y no podía ir a rescatarlos sin poner en peligro a la flota británica. Pidió ayuda a los americanos. Respuesta: mándenos su flota aquí, que nosotros se la guardamos. Pues mira tú qué bien. Suerte que al final el tema se pudo solucionar de otra manera.
El nazismo pudo perfectamente haber prevalecido de no ser porque finalmente Estados Unidos y la URSS aunaron esfuerzos, con Churchill como Juan Bautista moral, pero con el resto de Europa haciendo básicamente de comparsa. Al día siguiente empezó la guerra fría y de ahí la desmemoria interesada. La alegría con que se ignoró que el Este de Europa distaba mucho de haber sido "liberado" en los términos que lo entendemos aquí. De aquellos polvos vienen muchos lodos, como el de Ucrania.
¿En dónde nos deja eso? Seguramente en un mundo donde las decisiones las toma quien las toma, sin que muchos prescriptores acostumbrados a juzgarlas tengan arte ni parte ni, parece a veces, deseos de enterarse de nada. Es como el torrente de comentarios sobre el antitrumpismo del nuevo Papa, León XIV. No te digo yo que no. El catolicismo en Estados Unidos no es precisamente cosa de élites. Lo rarito fue tener a un presidente de esa religión, léase Kennedy. El músculo católico americano incluye a muchos latinos, que lógicamente miran con espanto la nueva política migratoria de la Casa Blanca, a la que el Vaticano tiene que poner pegas.
Pero el Vaticano no sería el Vaticano si no tuviera las luces políticas más largas de la Historia. No caeremos ahora en la impertinencia de recordar sus relaciones con el Tercer Reich. Sí podemos tomar nota de cómo el Papa más populista de la Historia, Francisco —que seguramente lo era porque en ese momento era lo que tocaba, era la mejor manera de influir— se las ha arreglado para tener discretos y estrechos lazos con China. Lo contaba hace poco Aquilino Cayuela en El Debate. Si eso no es entenderse con alguien que está en tus antípodas, que baje Dios y lo vea, nunca mejor dicho. Quien puede hablar con Xi Jingping, ¿va a tener problemas para hablar con Trump? Nada es lo que parece, seguramente porque lo que parece hace tiempo que no sirve. Emergen nuevas realidades y sobre todo nuevas globalidades. Donde ser "de derechas" o "de izquierdas" puede acabar siendo irrelevante. No sólo por un tema de realpolitik. Es que igual el verdadero norte moral siempre ha estado en otro sitio.