
En estas breves líneas, quisiera reivindicar el valor y la vigencia del proyecto político que está detrás del mayor desarrollo en la historia del ser humano, esto es, el liberal, así como su trascendencia en el momento político actual.
Conviene recordar que la implantación y el auge de los sistemas políticos liberales se produjo, eminentemente, en dos momentos históricos: en los Estados Unidos, tras la aprobación de su Constitución de 1787; y en Europa occidental, tras la II Guerra Mundial. En España tuvimos una de las primeras constituciones liberales, la de 1812, si bien estuvo en vigor durante poco tiempo. Pues bien, el hecho de que tanto EE.UU. como Europa occidental brillaran de la forma que lo han hecho, tiene mucho que ver con la adopción del ideario liberal como faro político. También debemos citar el Reino Unido, el cual, si bien no tiene constitución escrita, su esencia política es claramente liberal. ¿Y en qué se traduce esa adopción del liberalismo como elemento fundacional de un régimen político? Pues en conceptos tan básicos y relevantes como el respeto y la protección del individuo y sus derechos inherentes: derecho a la vida, a la libertad individual y a la propiedad privada. Además, la desconfianza frente al poder del Estado y, por tanto, la protección del ciudadano a título individual y la salvaguarda de sus derechos mediante un sistema de libertades.
En este contexto se incardina nuestra Constitución de 1978, la cual, además de incluir un decálogo de derechos de evidente tradición liberal, reconoce a los partidos políticos como el elemento vertebrador y fundamental para la participación de todos los ciudadanos en la cosa pública. Así pues, ahora que el principal partido de España se encuentra preparando un Congreso en el que muchos españoles tenemos puestas altas expectativas, parece el momento oportuno de afrontar, sin miedo ni excusas, el tantas veces citado debate ideológico.
En mi modesta opinión, los partidos políticos deben ser esencialmente organizaciones ideológicas, y esta naturaleza no se les debe arrebatar nunca. En este sentido, nuestra Carta Magna, en su Título Preliminar (art. 6), afirma lo siguiente: "Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política". Así, lo fundamental, lo realmente importante para debatir en el seno de una organización de esta índole es sobre ideología, esto es, los principios que deben guiar su propuesta a los ciudadanos, que se traducirán en políticas públicas a implantar en un eventual gobierno de ese signo.
El principal objetivo de un partido debiera ser la mejora de la vida de los ciudadanos y, para ello, se necesitan políticos responsables ("accountables", que dirían los anglosajones) que rindan cuentas de su gestión, por supuesto, pero que también lo hagan sobre un determinado proyecto ideológico. Es decir, los partidos políticos no pueden ser meras gestorías de asuntos públicos, y la gestión eficiente no es un fin en sí mismo, sino la consecuencia de un proyecto ideológico claro y ganador.
A diferencia del denominado centroderecha, la izquierda suele tener muy presente la importancia del proyecto ideológico y cuando se afirma, en mi opinión desafortunadamente, que el presidente no tiene un proyecto político más allá de vivir un día más en La Moncloa, creo que nos equivocamos. Por supuesto que este Gobierno tiene una clara estrategia ideológica y, aunque a salto de mata parlamentario, la está implantando. De ahí los ingentes cambios legales producidos a lo largo de las dos últimas legislaturas y que tienen un marcado sesgo ideológico, tales como el control de órganos constitucionales y demás instituciones fundamentales de nuestra arquitectura constitucional, el ataque permanente a la independencia judicial, el silenciamiento de las víctimas del terrorismo, la aprobación de leyes revisionistas, etc. La agenda de cada consejo de ministros, y cada votación parlamentaria de la coalición gubernamental, tiene un contenido ideológico formidable contra el que deberíamos rebelarnos, sin complejos y con argumentos sólidos, los que consideramos que vamos en dirección contraria a una sociedad más libre y próspera.
Por otro lado, y en contra de cierto estado de opinión según el cual la gestión gana elecciones y la ideología no, quisiera poner en valor los casos recientes de éxito electoral con programas ideológicos potentes. A nadie se nos escapa que gobiernos autonómicos del PP están siendo un perfecto ejemplo de que la ideología importa a los ciudadanos y que la existencia de un proyecto marcadamente liberal convence a los votantes, que acuden en masa a las urnas con ilusión para otorgar su confianza a una determinada opción política, más allá de la marca partidista. Y esa ideología se está traduciendo en unas buenas políticas públicas que, ahora sí, deben ser gestionadas correctamente para la mejora de la vida de la gente. Estos casos han puesto de manifiesto que los ciudadanos, en su mayoría, no son compartimentos estancos pertenecientes a familias políticas invariables, sino que son pragmáticos y susceptibles de cambiar de pensamiento político y, en fin, de voto, según lo que consideran mejor para su futuro personal, el de sus seres queridos y de la sociedad en general. Por tanto, la tarea del buen político consiste en convencer a los ciudadanos sobre la idoneidad de su proyecto ideológico y su capacidad de llevarlo a cabo.
Por las razones expuestas, confío en que el PP asuma el reto que tiene ante su próximo Congreso y adopte, sin complejos, los principios liberales como verdadera inspiración ideológica para convertirse en el partido de gobierno que muchos deseamos.
